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domingo, septiembre 01, 2013

LIVERPOOL


            Debo haber tenido seis o siete años cuando oí por primera vez nombrar a Los Beatles, fue a un primo, Humberto Jackson Cedeño, apenas pocos años mayor que yo, pero zafado y fabulador como pocos. Como bien pueden suponer provengo de una familia donde la fantasía era reina y señora de nuestras mentes y bocas.
            Dije oí hablar, porque la música que oíamos, tanto Humberto como yo, en aquellas calles de La Guaira era la de Tito Rodríguez, La Sonora Matancera, Felipe Pirela, el ya entonces difunto pero imbatible Pedro Infante, Celia Cruz, y paremos la rockola. Cuando en la casa papá ponía algún disco de música clásica lo hacía a bajo volumen para que no rezongara algún vecino sobre la música de semana santa…
Necesité ocho largos años para poder escuchar por primera vez a Los Beatles. Estudiaba en Jesús Obrero, en cuyos alrededores un grupo de estudiantes y profesores había alquilado una vieja casa a la cual bautizamos La Zaperoteca. Allí los queridos Rodolfo Rico, Leonardo Carvajal, Carlos Manterola, y muchos otros, cuyos nombres y rostros se me hacen un tiovivo de recuerdos vertiginosos que no logro enfocar con claridad, nos prestaban a leer libros donde destacaban Neruda, Marta Harnecker, Ernesto Cardenal, Mao,  Ariel Dorfman, por citar algunos. También, entre todos, llevábamos cassettes o LP de Alí Primera, El Quinteto Contrapunto, Jesús Sevillano, Beethoven, Bach, Los Impala, Aretha Franklin, Joan Baez, el mencionado cuarteto inglés y tengo que parar la enumeración o no termino de llegar.
Necesito reconocerles que en aquellos días la reciente disolución de ese grupo adquirió matices rocambolescos, ya que había en el grupo –hablo de La Zaperoteca– quienes criticaban acerbamente a los “agentes culturales imperialistas”, mientras que otros hablaban del virtuosismo de los británicos y su manifiesta posición “comprometida”; lo cual, aseguraban se había demostrado fehacientemente al devolver la Orden del Imperio Británico, o la participación de George Harrison para la realización de El Concierto para Bangladesh.

Entre pitos y flautas, al compás de Cardenal y Neruda, del timbo al tambo y afinando eso que llaman cultura general, aprendí a disfrutar del disuelto grupo y supe que había sido en una ciudad llamada Liverpool donde había nacido el mito. Como bien han de tener la certeza, por aquello de que más parejero que yo hay que encargarlo, y por mi eterno suspiro ante los aviones, trenes o cuanto chisme sirva para llevarme de un lado al otro, la británica ciudad se convirtió en una de mis tantas Mecas particulares.












                Hasta que llegó el día y llegue allá. Lo hice en un tren de locomotora amarilla que salió de Euston en Londres y que después de casi tres horas me largó en el mero centro de la ciudad. ¿Cómo describir cuando un sueño ya no es tal sino que estás en medio de él? El olor a mar, el graznar de las gaviotas y el zureo de las palomas me disparó de inmediato a La Guaira de mi niñez, a las aventuras reales o simuladas del primo Humberto; así como a una radionovela que mi abuela oía religiosamente a las ocho de la mañana, El Gavilán, donde una vez  la protagonista, Azucena, era tratada de vender al capitán de un barco que quería llevársela a Liverpool.
Un viejo marino, que seguramente me vio la cara de pendejo más acentuada que de costumbre, se condolió de mí y, en plena Hannover Street, me señaló hacia el oeste,  me dijo que tomara la calle Church, la siguiera sin hacer caso a los cambios de nombre hasta que encontrara la próxima estación de tren y que al levantar la vista iba a ver el Royal Liver Building, y que si me fijaba en sus dos puntas vería dos aves, los liverbirds, para decirme con voz curtida de puertos: “el día que ellos echen a volar, Liverpool dejará de existir”.
Fue como supe de las especulaciones en torno al nombre de esta ciudad. Afirman que el nombre de estos pájaros el que dio origen al de la urbe.  Lo real es que el nombre de Liverpool se encuentra por vez primera cuando el conde Rogerio de Poitou construyó en ella un castillo hacia el año 1089, poco tiempo después de la conquista de Inglaterra por los normandos.

Más adelante, tanto como en 1207, informan los textos históricos, el rey de Inglaterra Juan Sin Tierra otorgó en una patente real a los habitantes de Liverpool las franquicias municipales de las que gozaban las demás ciudades de la costa, y fue declarada puerto por lo que estas fechas son consideradas como las de fundación oficial de la población. Otro documento real de 1228, estableció allí una corporación de mercaderes y a todos los que no formasen parte de ella los excluyó del privilegio de comerciar, salvo que contaran con el permiso de los habitantes. Se sabe que tales prerrogativas no tuvieron mayores efectos ya que hasta mediado el siglo XVI, en 1551 para tranquilizar a los quisquillosos, no era más que un caserío rodeado de cenagales y con unos 500 habitantes.

            La ciudad sobrevivió y su despegue comienza al despuntar el siglo XVIII, los documentos revelan un medrar lamentable: su riqueza se debió al tráfico de esclavos. En 1699 de allí zarpó el primer barco negrero inglés, Liverpool Merchant, hacia África en busca de esclavos. Se calcula que entre 1730 y 1770 salieron de ese puerto dos mil buques dedicados a tales menesteres y que en apenas 11 años sólo esas embarcaciones transportaron a las colonias americanas 304.000 esclavos que fueron vendidos en unos 400 millones de francos, que representaron una ganancia para los tratantes de esclavos de casi 200 millones de francos. Al final de dicha centuria Liverpool controlaba más del 40% del comercio de esclavos de Europa y el 80% del Reino Unido.
            Por supuesto que esto consolidó a la ciudad portuaria de tal manera que comenzando el siglo XIX se estimaba que el 40% de todo el comercio mundial pasaba por sus muelles.  Encrucijada de puertos y culturas que se reflejan hoy, por ejemplo, en sus catedrales. Por un lado está la Catedral Metropolitana del Rey Cristo de Liverpool y muy cerca la anglicana Liverpool Cathedral.


















La primera, la Catedral Metropolitana es sede de la Arquidiócesis de Liverpool, bautizada por los chacoteros locales como Mersey Funnel o Paddy's Wigwam (Embudo de Mersey o Choza de Paddy), fue diseñada por Frederick Gibberd, construida entre 1962 y 1967 con Piedra de Pórtland y tiene planta circular en lugar de la tradicional en forma de cruz latina, con un diámetro de 59 metros y 13 capillas distribuidas en su perímetro. Toda la obra es una monumental pieza de arte
 
La otra catedral casi al frente de esta, la anglicana, fue diseñada por sir Giles Gilbert Scott, fue iniciada en 1904 pero no se concluyó hasta 1978. Construida en arenisca roja, en estilo gótico.  Son dos concepciones, dos maneras de mirar el mundo espiritual, propio de una ciudad como esta.
 
 
Era aquí, en tal ambiente, donde tenían que nacer Los Beatles, en un “huequito” que ya no existe y del que pude retratar la puerta cerrada del lugar original, hoy ocupado por un centro comercial.

Sancta sanctórum de melómanos y beatlomanos del mundo entero, a Mathew Street acuden verdaderas hordas de gente día a día a ver donde comenzó la transformación  de la música de nuestro tiempo.
 
 
Conmueve ver a miembros de diferentes generaciones acudir con veneración a los restos de lo que fuera el templo de la manifestación mas consumada de irreverencia y creación en acoplada coyunda.
 
            Liverpool es imposible de condensar en estas breves líneas. Esta ciudad es un rincón de la vida donde las jóvenes parejas siguen cruzando puentes para hacer caminos junto a sus crías, ellos continúan articulando ese mágico e insondable laberinto que nos permite ir trazando estelas que pueden abarcar el mundo, como hizo el cacareado cuarteto, o llenar de ilusiones menos amplias pero más profundas en el amor que prodigan a sus vástagos. 

© Alfredo Cedeño

 
 
 

 

domingo, junio 30, 2013

AMARILLO

Por lo general nos vamos llenando de conceptos, ideas, definiciones y mil otras zarandajas de similar tenor que terminan por atiborrarnos, y muchas veces enredarnos las entendederas más que aclarárnoslas. Soy el mejor ejemplo de ello y se los digo a motu proprio. Verbi gratia lo que me pasaba con lo que creía una obsesión que me acompaña desde niño.
 
La verdad es que soy necio hasta rozar el delirio, y por aquello de tratar de dejar lo más claro posible lo que se escribe, ya que lo dicho admite tantos remiendos como puede soportar la sotana de un cura de caserío, busqué el significado en términos psiquiátricos de la palabreja.  ¡Oh, oh! Encontré que ello se define como: “Estado en el que un determinado pensamiento o impulso se muestra recurrente y persistente sin que el sujeto afectado consiga apartarlo. Generalmente suele provocar una sensación de angustia.” No era mi caso.
 
Seguí con el tema y pensé que era una fijación, y de nuevo a escarbar buscando su sentido y me encuentro con esto: “fijación, que consiste en la dependencia emocional, generalmente con connotaciones erótico-sexuales, hacia un objeto de la infancia, y que persiste en la vida posterior.”
 
            Confieso que aquí me comencé a alterar, porque como bien sabemos cuando se roza el territorio inguinal empiezan los prejuicios, así como las demás conexiones atávicas-culpabilizantes, a hacer de las suyas.
 
            ¿A qué viene todo esto? ¡A un aguinaldo que oía cuando niño en La Guaira durante las navidades! Explico a los foráneos que me leen: llamamos aguinaldo acá en Venezuela a los villacincos que se entonan en época decembrina. Sigamos. In illo témpore, a fines de los años 50, un grupo de niños del  coro de la escuela Crucita Delgado, que quedaba en la caraqueña parroquia La Pastora, grabaron una canción de Humberto Higuera, y cantada por Trina Blanco, que se llamaba Tucusito, la cual decía:  
Tucusito, Tucusito
Llévame a cortar las flores
Mira que en las Navidades
Se cortan de las mejores
Vuela, Vuela
Llévame a cortar las flores
Vuela, Vuela
Llévame a cortar las flores
Te vestiste de amarillo
Pa' que no te conociera
Amarillo es lo que luce
verde nace donde quiera…
 
¡Bien han de suponer que esa letra y melodía me ha perseguido implacablemente! http://www.silvitablanco.com.ar/villancicos/tucosito.htm Por ello cuando leía aquello de que me provocaba una “sensación de angustia”, o  lo de la “dependencia emocional, generalmente con connotaciones erótico-sexuales, hacia un objeto de la infancia, y que persiste en la vida posterior”; no puedo negar los ataques de risa que me causaban ambas interpretaciones porque si algo me siguen provocando esta melodía y letra es una profunda contentura. Así que arrivederci Freud y descartada la fijación obsesiva...
 

            Y fiel a aquello de que “amarillo es lo que luce”, como le gusta decir –y usar– a la siempre mentada aquí Ylleny Rodríguez,  es que hoy dedico el post a dicho color. Si dejo el bembeteo y termino de agarrar el toro por los cuernos –y como el tema no es de cuantos me han puesto o viceversa sigo–, comenzaré por escribir que es “el color que se percibe ante la fotorrecepción de una luz cuya longitud de onda dominante mide entre 574 y 577 nm.” Debo señalar que hay otros que aseguran que la su longitud de onda en realidad se ubica entre 565 nanómetros y 590 nanómetros. Lo de siempre: todos juran tener las cerdas de la puerca en la mano y que son del color que él, o ella, empuña.
 
            Color del oro y del otoño, de la melancolía y de los taxis que te alejan de la pena, de los semáforos anunciando la próxima parada y de las danzas donde giras fundido en besos que pedalean sobre un piano. Matiz de flores y frutas, risa del arcoíris embriagado en medio de las penas de un cielo nublado, salto limpio de flor del Araguaney que se asoma en la montaña sin pudores cromáticos, giro descarado de una zaranda en la letras de Neruda:  
El amarillo de los bosques
es el mismo del año ayer?
Y se repite el vuelo negro
de la tenaz ave marina?
 
            Amarillo de limón al cual Federico García Lorca con hermosa precisión describe:
Limonar.
Nido
de senos
amarillos.
 
            Primera franja de la bandera sobre la cual oí infinidad de versiones: por el color del cabello de la mujer de Francisco de Miranda, por la abundancia inestimable de oro en nuestros suelos, por el tono del sol que siempre brilla sobre Venezuela, por… lo que a cada cual se le antoje poner.  
 

            Amarillo de mala suerte en el mundo teatral ya que Molière vestido de ese color murió representando su pieza El enfermo imaginario. También el de Los Beatles y su
We all live in a yellow submarine
yellow submarine, yellow submarine
we all live in a yellow submarine
yellow submarine, yellow submarine
 
            Color de rezagos de la felicidad que tuve cuando niño y que no ceso de hacer lo imposible por mantenerla. Rayo de luz que rebota en el borde de mis pupilas cuando gozo de andar y retratar. Beso de la paleta que trató de robar Van Gogh  a los girasoles. Guiño perpetuo en las alas de una calandria surcando la mañana. Trazo de la mano de un Dios que tiñe la soledad para que el salto en el vacío sea una maroma de los relojes. Gracias a la vida y a ustedes por poder entregarle letras y fotos, mis manos y mis ojos…

© Alfredo Cedeño

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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