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miércoles, noviembre 11, 2020

PRENDAN LAS LUCES


                Aprendí a amar la historia desde muy temprano. Mi padre solía decir: El que no sabe de dónde viene está más perdido que el hijo de Lindbergh, puedes terminar en cualquier sitio menos donde te corresponde, por eso es que la historia es una necesidad.  Más adelante, al comenzar los estudios de secundaria me tropecé con tres profesores que me hicieron ver esa disciplina con fascinación. En segundo año, la primera vez que lo cursé, me tropecé con el profesor Camargo, del cual lamento no recordar su nombre de pila, quien entraba a clases en el caluroso liceo José María España, en Macuto, estado Vargas, vestido de traje gris, camisa almidonada y corbata negra. Él entraba con una linterna en la mano, y aquella panda de muchachos sudorosos, escandalosos y con absoluta necesidad de ser desasnados, solíamos aumentar nuestro alboroto. Camargo, impenitentemente, nos decía: “La historia es como esta linterna, es la luz que necesitamos para alumbrar el camino”. He de confesar que ninguno entendíamos sus palabras. Todos estábamos convencidos de su locura incipiente. Sin embargo, aprendí a ver su materia como un ente divertido.

                Al año siguiente, cuando debí repetir el año, tropecé en las aulas de Jesús Obrero, en la Calle Real de Los Flores de Catia, de mi Caracas natal, con Jesús María Azkargorta, y al año siguiente con Leonardo Carvajal, quien por aquellos días recién había dejado las filas de la Compañía de Jesús. Ambos me transmitieron su pasión por sus materias. Varios años más tarde la vida me puso en el camino, de la mano de su inseparable Raquel Cohén, a Daniel de Barandiarán. Si con los primeramente citados había aprendido a respetar y hacer mía la disciplina, con él supe adentrarme en la pasión y fascinación por el pasado, y su impacto en hoy y mañana.

                Llevo largo tiempo reflexionando sobre la escasa gracia con la que ella es vista por la mayoría de la gente, y debo decir que ese desplante se ha extendido de manera aparentemente inmarcesible Urbi et orbi. Al punto que he escuchado a algunos de sus propios estudiosos expresarse de manera despectiva respecto a ella. Punto aparte merecen las apropiaciones, y consiguiente manipulación, que de sus relaciones se han hecho a lo largo del tiempo. Todo aquel que logra ganar un espacio, trapisondas mediante, en los ámbitos de poder se dedica a establecer su propia épica. Es decir establecen falacias argumentales que pretenden convertir en historia. En Venezuela es una práctica de vieja data, pero tal vez la que más nos ha afectado, en cuanto a su impacto en nuestro devenir es la llamada estirpe de los tres Guzmán. Este linaje que fue creación del segundo de ellos, Antonio Leocadio, es un ejemplo de manual.  Él era hijo de Antonio de Mata Guzmán y Palacio, un andaluz llegado a Caracas en abril de 1799, y Agueda Josefa García Mujica, quien vendía golosinas a los soldados del ejército español, quienes le habían apodado “la tiñosa”, por sus abundantes pecas.  Antes de que algún doliente en retroactivo aparezca, aclaro que no estoy más que asentando hechos de los que ya otros, con más enjundia que yo, los han documentado.

                Este primer Antonio participó en algunos episodios de los orígenes de nuestra república, estuvo en relación con Francisco de Miranda y Simón Bolívar, lo cual fue aprovechado por su vástago mayor para enaltecer sus orígenes. Digo que, no teniendo él blasones de los cuales presumir, ante una Venezuela que pese a la independencia del reino español, mantenía incólume una estructura de poder en la que los blancos, criollos pero blancos a fin de cuentas, eran los que determinaban cómo se batía el chocolate, y quién era el que lo podía beber, se dedicó a crear su propia gesta. Él no tenía un lugar en aquella aldea con pretensiones de ciudad que era, y de algún modo sigue siendo, Caracas. Es natural que él escarbara en su ayer para reacomodar los hechos para conseguir un escaño que de algún modo lo equiparara con sus vecinos.  No es difícil imaginar lo duro que le debe haber resultado la vida en aquella comarca de status patológico, donde deben haber sido frecuentes los recordatorios de que era hijo de un oficial español y una vendedora de dulces, tiempo en que los muy insoportables caraqueños le debían recordar a menudo su estirpe no-mantuana. 

                Él, que había sido formado en España, llega a su aldea natal y se involucra en las labores de la naciente Nueva Granada, trabaja al lado del propio Bolívar, quien le encarga varias misiones, y pronto se dedica a ir labrando la que será su propia huella: la creación de distintos pasquines, publicaciones con pretensiones de periódicos, con las que va articulando una estructura política propia. Es necesario decir que Antonio Leocadio Guzmán se adelantó en más de medio siglo a Lenin, quien conformó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia a través del periódico Iskra; nuestro bolchevique tropical creó El Venezolano, y por medio de las corresponsalías de aquellos tiempos estructuró el partido Liberal. 

                Sería un despropósito no recordar que previo a ese medio, él creó toda una serie de publicaciones que fueron las que le dieron su propio espacio en aquellos escenarios de revueltas, ajustes y reacomodos. Antonio Leocadio Guzmán, al fundar en 1825 su periódico El Argos, inoculó al venezolano el populismo. Sus diatribas contra todo el orden secular que, pese a la guerra civil de independencia, se mantenía vigoroso nos marcaron, yo diría que tanto para mal como para bien, y modificaron las relaciones de poder que pautaban nuestras estructuras sociales. Años más tarde su hijo, al que muchos han tratado de barnizar como un “autócrata Ilustrado”, utilizó la figura de su padre y sus vínculos con el nacimiento republicano para reescribir, término que tanto le gusta a los progresistas, nuestros orígenes, al punto que, el 1º de mayo de 1873, decreto mediante: “Declara al ciudadano Antonio Leocadio Guzmán Ilustre Prócer de la Independencia Suramericana.”

Hay numerosos textos que abordan en profundidad los aportes y los costes de los Guzmán, doy estas breves pinceladas, porque no deja de sorprenderme cómo han prevalecido sus esquemas hasta nuestros días. ¿Qué diferencia hay entre esos manejos y los iniciados por el comandante eterno cuando se empeñó en reescribir nuestra historia? ¿Acaso no les dice nada la exaltación de su descendencia de Maisanta? ¿No estamos ante una manifestación, ya de siglos, de una hambrienta necesidad de prestigio, solera y tronío al costo que sea?  Necesitamos mantener encendidas las linternas que el profesor Camargo usaba cuando entraba al aula. Es necesario hacer que Venezuela nos duela y amemos con la misma pasión que lo supo hacer Daniel de Barandiarán. Hoy, como nunca, es necesaria la enseñanza de nuestra historia, no de reescribirla, no de buscar borrar lo que no se puede, su condición indeleble no permite esos garabatos altisonantes con que tratan de marear nuestra atención. A fin de cuentas, la perspicaz sabiduría popular bien lo expresa con aquello de: Deseos no empreñan.

 © Alfredo Cedeño 

miércoles, marzo 07, 2018

¿DESPUÉS QUÉ?



                Después de mi hogar, donde mis padres, Alfredo y Mercedes, junto a mi abuela Elvira, me enseñaron a leer, contar y escribir, y también me inocularon valores, el Instituto Técnico Jesús Obrero ocupa el primer lugar de mis centros de enseñanza. Allí tuve a gente como Severiano Bidegain, el hermano Korta, Javier Duplá, Rodolfo Rico, Leonardo Carvajal, Jesús María Azkargorta, y Antonio Pérez Esclarín, entre muchísimos otros. Al último de ellos, pocos les llamábamos por su nombre de pila, todos le decíamos "Pechín".
                En ese colegio las actividades físicas iban de la mano con la exigente formación académica. Uno de los más emblemáticos era el CENH –Centro Excursionista Nuevos Horizontes– que cada fin de semana organizaba jornadas al cerro El Ávila. En vacaciones eran jornadas a Guatopo o a Caruao o a cualquier punto de la geografía nacional, como ir a escalar el pico Bolívar, por ejemplo. Uno de los destinos favoritos era una vieja casona colonial que la Compañía de Jesús manejaba en las afueras de Caruao. Los paseos al Pozo del Cura, a pocos metros de esa casa eran una suerte de sueño recurrente a quienes participábamos de ese club colegial.
                Fue así como en los carnavales del 1970, si no me falla la memoria, el infatigable Pechín organizó una salida hacia Caruao. Lo acostumbrado era que un autobús del colegio nos transportaba hasta Los Caracas y desde allí el grupo emprendía una caminata de treinta kilómetros por la carretera de tierra que llevaba a los pueblos de "La Costa" en el Litoral Central, hasta llegar a "la casa de los curas".  Sin embargo el cura Pérez decidió que eso era lo que hacía todo el mundo y que debíamos hacer algo diferente: ir a pie desde Caracas hasta Caruao atravesando el Ávila.
                Todos aprobamos el plan que inicialmente era subir por el Camino de los Españoles por La Pastora y luego desde Maiquetía seguir por las calles hasta nuestro destino. Pero, justo al momento de salir el hermano Korta aseguró que había un camino desde el pico Naiguatá hasta la población homónima y lo mejor era usar esa vía. Y aprobamos el cambio. Subimos en cuatro horas al pico, y comenzamos a bajar. No existía el fulano camino y terminamos perdidos en la cara norte de la montaña… Pechín y ocho estudiantes.
                Nadie sabía de nuestro extravío, en Caruao pensaban que habíamos abandonado a mitad de jornada, en Caracas creían que habíamos llegado. Fueron tres días terribles y hermosos. Veíamos el mar por momentos y nos dirigíamos allá, cada vez bajábamos más y sabíamos que eran cuestas imposibles de remontar, tampoco teníamos nada de comida. Cuando encontramos una casa campesina abandonada vimos el cielo. Y salimos a Tanaguarena.
                Ahora que vivimos este extravío vital, donde payasos aparecen como candidatos, los vecinos se comen a los gatos y los perros, los ancianos y los niños mueren de hambre, rememoro aquellos días en El Ávila y sé que el mar está abajo, hay que seguir porque hay caminos que no podremos volver a pisar.


© Alfredo Cedeño

domingo, septiembre 01, 2013

LIVERPOOL


            Debo haber tenido seis o siete años cuando oí por primera vez nombrar a Los Beatles, fue a un primo, Humberto Jackson Cedeño, apenas pocos años mayor que yo, pero zafado y fabulador como pocos. Como bien pueden suponer provengo de una familia donde la fantasía era reina y señora de nuestras mentes y bocas.
            Dije oí hablar, porque la música que oíamos, tanto Humberto como yo, en aquellas calles de La Guaira era la de Tito Rodríguez, La Sonora Matancera, Felipe Pirela, el ya entonces difunto pero imbatible Pedro Infante, Celia Cruz, y paremos la rockola. Cuando en la casa papá ponía algún disco de música clásica lo hacía a bajo volumen para que no rezongara algún vecino sobre la música de semana santa…
Necesité ocho largos años para poder escuchar por primera vez a Los Beatles. Estudiaba en Jesús Obrero, en cuyos alrededores un grupo de estudiantes y profesores había alquilado una vieja casa a la cual bautizamos La Zaperoteca. Allí los queridos Rodolfo Rico, Leonardo Carvajal, Carlos Manterola, y muchos otros, cuyos nombres y rostros se me hacen un tiovivo de recuerdos vertiginosos que no logro enfocar con claridad, nos prestaban a leer libros donde destacaban Neruda, Marta Harnecker, Ernesto Cardenal, Mao,  Ariel Dorfman, por citar algunos. También, entre todos, llevábamos cassettes o LP de Alí Primera, El Quinteto Contrapunto, Jesús Sevillano, Beethoven, Bach, Los Impala, Aretha Franklin, Joan Baez, el mencionado cuarteto inglés y tengo que parar la enumeración o no termino de llegar.
Necesito reconocerles que en aquellos días la reciente disolución de ese grupo adquirió matices rocambolescos, ya que había en el grupo –hablo de La Zaperoteca– quienes criticaban acerbamente a los “agentes culturales imperialistas”, mientras que otros hablaban del virtuosismo de los británicos y su manifiesta posición “comprometida”; lo cual, aseguraban se había demostrado fehacientemente al devolver la Orden del Imperio Británico, o la participación de George Harrison para la realización de El Concierto para Bangladesh.

Entre pitos y flautas, al compás de Cardenal y Neruda, del timbo al tambo y afinando eso que llaman cultura general, aprendí a disfrutar del disuelto grupo y supe que había sido en una ciudad llamada Liverpool donde había nacido el mito. Como bien han de tener la certeza, por aquello de que más parejero que yo hay que encargarlo, y por mi eterno suspiro ante los aviones, trenes o cuanto chisme sirva para llevarme de un lado al otro, la británica ciudad se convirtió en una de mis tantas Mecas particulares.












                Hasta que llegó el día y llegue allá. Lo hice en un tren de locomotora amarilla que salió de Euston en Londres y que después de casi tres horas me largó en el mero centro de la ciudad. ¿Cómo describir cuando un sueño ya no es tal sino que estás en medio de él? El olor a mar, el graznar de las gaviotas y el zureo de las palomas me disparó de inmediato a La Guaira de mi niñez, a las aventuras reales o simuladas del primo Humberto; así como a una radionovela que mi abuela oía religiosamente a las ocho de la mañana, El Gavilán, donde una vez  la protagonista, Azucena, era tratada de vender al capitán de un barco que quería llevársela a Liverpool.
Un viejo marino, que seguramente me vio la cara de pendejo más acentuada que de costumbre, se condolió de mí y, en plena Hannover Street, me señaló hacia el oeste,  me dijo que tomara la calle Church, la siguiera sin hacer caso a los cambios de nombre hasta que encontrara la próxima estación de tren y que al levantar la vista iba a ver el Royal Liver Building, y que si me fijaba en sus dos puntas vería dos aves, los liverbirds, para decirme con voz curtida de puertos: “el día que ellos echen a volar, Liverpool dejará de existir”.
Fue como supe de las especulaciones en torno al nombre de esta ciudad. Afirman que el nombre de estos pájaros el que dio origen al de la urbe.  Lo real es que el nombre de Liverpool se encuentra por vez primera cuando el conde Rogerio de Poitou construyó en ella un castillo hacia el año 1089, poco tiempo después de la conquista de Inglaterra por los normandos.

Más adelante, tanto como en 1207, informan los textos históricos, el rey de Inglaterra Juan Sin Tierra otorgó en una patente real a los habitantes de Liverpool las franquicias municipales de las que gozaban las demás ciudades de la costa, y fue declarada puerto por lo que estas fechas son consideradas como las de fundación oficial de la población. Otro documento real de 1228, estableció allí una corporación de mercaderes y a todos los que no formasen parte de ella los excluyó del privilegio de comerciar, salvo que contaran con el permiso de los habitantes. Se sabe que tales prerrogativas no tuvieron mayores efectos ya que hasta mediado el siglo XVI, en 1551 para tranquilizar a los quisquillosos, no era más que un caserío rodeado de cenagales y con unos 500 habitantes.

            La ciudad sobrevivió y su despegue comienza al despuntar el siglo XVIII, los documentos revelan un medrar lamentable: su riqueza se debió al tráfico de esclavos. En 1699 de allí zarpó el primer barco negrero inglés, Liverpool Merchant, hacia África en busca de esclavos. Se calcula que entre 1730 y 1770 salieron de ese puerto dos mil buques dedicados a tales menesteres y que en apenas 11 años sólo esas embarcaciones transportaron a las colonias americanas 304.000 esclavos que fueron vendidos en unos 400 millones de francos, que representaron una ganancia para los tratantes de esclavos de casi 200 millones de francos. Al final de dicha centuria Liverpool controlaba más del 40% del comercio de esclavos de Europa y el 80% del Reino Unido.
            Por supuesto que esto consolidó a la ciudad portuaria de tal manera que comenzando el siglo XIX se estimaba que el 40% de todo el comercio mundial pasaba por sus muelles.  Encrucijada de puertos y culturas que se reflejan hoy, por ejemplo, en sus catedrales. Por un lado está la Catedral Metropolitana del Rey Cristo de Liverpool y muy cerca la anglicana Liverpool Cathedral.


















La primera, la Catedral Metropolitana es sede de la Arquidiócesis de Liverpool, bautizada por los chacoteros locales como Mersey Funnel o Paddy's Wigwam (Embudo de Mersey o Choza de Paddy), fue diseñada por Frederick Gibberd, construida entre 1962 y 1967 con Piedra de Pórtland y tiene planta circular en lugar de la tradicional en forma de cruz latina, con un diámetro de 59 metros y 13 capillas distribuidas en su perímetro. Toda la obra es una monumental pieza de arte
 
La otra catedral casi al frente de esta, la anglicana, fue diseñada por sir Giles Gilbert Scott, fue iniciada en 1904 pero no se concluyó hasta 1978. Construida en arenisca roja, en estilo gótico.  Son dos concepciones, dos maneras de mirar el mundo espiritual, propio de una ciudad como esta.
 
 
Era aquí, en tal ambiente, donde tenían que nacer Los Beatles, en un “huequito” que ya no existe y del que pude retratar la puerta cerrada del lugar original, hoy ocupado por un centro comercial.

Sancta sanctórum de melómanos y beatlomanos del mundo entero, a Mathew Street acuden verdaderas hordas de gente día a día a ver donde comenzó la transformación  de la música de nuestro tiempo.
 
 
Conmueve ver a miembros de diferentes generaciones acudir con veneración a los restos de lo que fuera el templo de la manifestación mas consumada de irreverencia y creación en acoplada coyunda.
 
            Liverpool es imposible de condensar en estas breves líneas. Esta ciudad es un rincón de la vida donde las jóvenes parejas siguen cruzando puentes para hacer caminos junto a sus crías, ellos continúan articulando ese mágico e insondable laberinto que nos permite ir trazando estelas que pueden abarcar el mundo, como hizo el cacareado cuarteto, o llenar de ilusiones menos amplias pero más profundas en el amor que prodigan a sus vástagos. 

© Alfredo Cedeño

 
 
 

 

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