Mostrando las entradas con la etiqueta Francisco de Miranda. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Francisco de Miranda. Mostrar todas las entradas

miércoles, marzo 03, 2021

MIENTAN, QUE NADA DEJAN

                Manipuladores, narcisistas, mitómanos, desleales, negadores de la realidad, incapaces de reconocer su responsabilidad, arrogantes, cínicos… No estoy enumerando patologías propias de cualquier sala de tratamientos siquiátricos, son algunas de las virtudes que exhiben los miembros de nuestra casta política. Y es una condición de vieja data, es una herencia que arrastramos desde nuestros propios comienzos republicanos. Al decretarse la independencia de Venezuela una de las primeras acciones del Congreso Nacional fue elegir un triunvirato para que se ocupara del poder ejecutivo, y ese primer trío estuvo integrado por Juan Escalona, Cristóbal Mendoza y Baltasar Padrón; al año siguiente renuevan autoridades, y entonces el turno fue para Fernando Rodríguez del Toro, Francisco Javier Ustáriz y Francisco Espejo.  En aquellos días Francisco de Miranda estaba en Caracas realizando distintas labores políticas y organizativas, como bien pueden ver por los nombres acotados, él no fue tomado en cuenta.

                Como era de esperarse, la corona española no iba a dejar impune la declaratoria independentista y organizó una fuerza invasora para acabar con la insurrección, y para ello comenzó a organizar sus tropas en Puerto Rico bajo el mando del nativo de Tenerife y entonces capitán de fragata Domingo de Monteverde. El veterano de las Guerras Napoleónicas llegó a Coro en marzo de 1812, con unos doscientos soldados, un sacerdote apellidado Torellas, un cirujano, diez mil cartuchos, un obús de a cuatro y diez quintales de galletas. El oficial realista llevó a cabo una serie de acciones militares que le fueron dando control del espacio rebelde. Y fue ahí cuando los republicanos se acordaron de Sebastián Francisco, que para ese momento ya era un sexagenario, y lo nombran jefe de las fuerzas patriotas, también le otorgaron plenos poderes para que detuviera al enviado peninsular.

                El guerrero curtido en batallas tales como las que lideró contra las fuerzas de Sidi Muhammed ben Abdallah, sultán de Marruecos, o la planificación de la batalla de Pensacola o la reconquista de las islas Bahamas al imperio británico, que participó en los combates de la revolución francesa, el amigo de George Washington, de la zarina de Rusia, el admirado por Napoleón, aceptó el encargo. Una tarea a la que le enviaron atado por la intolerancia, la imprevisión y el caciquismo de quienes debían subordinársele. La sucesión de derrotas de sus oficiales, la incapacidad manifiesta de ellos para enfrentarse a las fuerzas restauradoras, lo hizo pactar con el enemigo una capitulación que él pensó sería caballerosa.

                En un memorial que dirigió el 8 de marzo de 1813 a la Real Audiencia de Caracas, desde las bóvedas del Castillo de Puerto Cabello, se puede leer: “ratifiqué con mi firma un tratado tan benéfico y análogo al bien general, estipulado con tanta solemnidad y sancionado con todos los requisitos que conoce el derecho de las gentes: tratado que iba a formar una época interesante en la historia venezolana: tratado que la Gran Bretaña vería igualmente con placer por las conveniencias que reportaba su aliada: tratado, en fin, que abriría a los españoles de ultramar un asilo seguro y permanente, aun cuando la lucha en que se hallan empeñados con la Francia terminase de cualquier modo. Tales fueron mis ideas, tales mis sentimientos y tales los firmes apoyos de esta pacificación que propuse, negocié y llevé a debido efecto. Pero ¡cuál mi sorpresa y admiración al haber visto que a los dos días de restablecido en Caracas el gobierno español, y en los mismos momentos en que se proclamaba la inviolabilidad de la capitulación, se procedía a su infración, atropellándose y conduciéndose a las cárceles a varias personas arrestadas por arbitrariedad o por siniestros o torcidos fines!”

                Bien sabemos todos el final del generalísimo, de Puerto Cabello lo trasladaron a El Morro en Puerto Rico, para luego llevarlo al penal de las Cuatro Torres del arsenal de la Carraca, en Cádiz donde permaneció hasta su muerte.

                No se nos olvide que en la madrugada del 31 de julio de 1812 un grupo de sus subalternos, encabezados por Simón Bolívar, Miguel Peña y Manuel María de las Casas, fueron quienes arrestaron a Francisco de Miranda en La Guaira para entregarlo al español Francisco Javier Cervériz. Un nexo del que poco se ha hablado, salvo en algunos espacios académicos, es el vínculo familiar de Monteverde con José Felix Ribas, quien era su primo…   El propio Ribas dejó escrito: “Al Señor Domingo de Monteverde. Caracas y agosto 5 de 1812. Mi apreciado primo y señor:…”.  Bien dijo Ángel Grisanti que la guerra de independencia de Venezuela no sólo fue una guerra civil, sino también “una guerra de familia”.  

                Aquellas redes han mutado y permanecen, los apellidos han cambiado pero las intrigas han sobrevivido. Aquellos Judas rehabilitados han involucionado, y se han metamorfoseado en ornitorrincos como Timoteo Zambrano, Diosdado Cabello, Claudio Fermín, Jorge Rodríguez, Henry Falcón, por nombrar apenas una muestra de nuestros días. La barbarie, el hálito caudillesco, las redes de familiares y cómplices siguen marcando la pauta. Entre Miranda y Bolívar, optamos por Simón José Antonio, los resultados aquí los tenemos.  


© Alfredo Cedeño 

miércoles, enero 22, 2020

¿NOS PODEMOS ENTENDER?




             Las explicaciones de por qué somos como somos los venezolanos son infinitas, por supuesto, y las hay para todos los gustos. Van desde las sobrenaturales que lo resuelven con aquello de: Sabrá Dios por qué nos hizo así, hasta las de pretendido orden científico. Lo cierto es que las podemos encontrar con diversos ropajes, las que aseguran que el origen de todo está en las raíces étnicas, y allí la diatriba también es inacabable: que la culpa es la flojera de los indios, o el emparrandamiento perpetuo de los negros, o la arbitrariedad de clara estirpe hispana.  La relación de razones es interminable, y lo cierto es que una se solapa con la otra, o se cabalgan, o se descabezan mutuamente.
Nuestras acciones, gestas y desempeños parecen convertirse en un gigantesco delta que desemboca en aquella frase: “¡Bochinche, bochinche! Esta gente no es capaz sino de bochinche…”. Le atribuyen esas palabras a don Sebastián Francisco de Miranda y Rodríguez, quien las dijo en la madrugada del 31 de julio de 1812, cuando un grupo de sus subalternos, encabezados por Simón Bolívar, Miguel Peña y Manuel María de las Casas lo arrestaron en La Guaira para luego entregarlo al español Francisco Javier Cervériz. Las interpretaciones posibles de esta felonía contra el precursor de la independencia han sido, y son, igualmente perennes. Lo cierto es que murió encarcelado 4 años más tarde en Cádiz.
Pero volvamos a lo nuestro, el desbarajuste nativo por lo visto casi es genético. No se puede negar que venimos de un espacio de gente empeñosa y generosa, sin medida a la hora de prodigar atenciones y ayudas, de una agudeza asombrosa y una genialidad pasmosa; lo he vivido al recibir hospedaje de amigos y extraños en Margarita, Timotes, Carora, Puerto Ayacucho, Araya, La Puerta y Cubagua para nombrar algunos sitios; lo contemplé en las obras del merideño Juan Félix Sánchez y los geniales aportes de su paisano Luis Zambrano; lo disfruté en las rimas cadenciosas y pícaras de los cantores populares en la isla de Coche, y en las composiciones delirantes del maestro Antonio Estévez. 
Pero también somos tierra de caudillos y promeseros de todo tipo, de maromeros y prestidigitadores, de lambucios y pedigüeños, de cínicos e hipócritas. Lamentablemente toda esta última fauna se ha guarecido en una casta dirigente que ha medrado a costillas de quienes con ingenuidad se han dejado encandilar por las pirotecnias verbales de ese grupete de tunantes. Han sobrado los Bolívar, Chávez, Páez, Maduro, Joaquín Crespo, Diosdado, Ezequiel Zamora, Claudio, Juan Carlos Caldera, Timoteo, Capriles, Ramos, Convit Guruceaga –para pena póstuma de su abuelo–; y han escaseado los Miranda, Vargas, Sánchez, Zambrano, Jacinto Convit y demás hijos del pueblo llano que han sembrado, pese a los parásitos que siempre han pululado, los cimientos de un país prodigioso.
Escarbar, escardar y esclarecer nuestra esencia es fundamental. Hoy veo con asombro las cabriolas que pretenden convertir en discurso para seguir exprimiendo la ubre nacional.  Se nos anuncia que la salida de Maduro será la solución de todos nuestros males, es una versión actualizada del bálsamo de Fierabrás, la diosa Panacea que todo lo cura, la cataplasma milagrosa que hará regresar un dólar a cuatro treinta.  Muy bien, pero… ¿cómo hacemos con la solidaridad perdida, y la voracidad dolarizada de todos, y las armas en manos de la delincuencia –por lo visto el único modelo de organización sobreviviente– y la honorabilidad perdida de unas Fuerzas Armadas huérfanas y náufragas?
Por los momentos solo se destaca un ejercicio pertinaz de mendicidad que han pretendido vanamente convertir en nuestro paradigma ciudadano. Siguen demostrando lo poco que saben interpretar la decisión de una gente humilde, en la más sana acepción de la palabra, y perseverante que solo quiere paz y libertad. Por algo todas las “organizaciones”, formales y alternativas, han zozobrado de la manera en que lo han hecho, se han empeñado en oír lo que les ha dado la gana de escuchar. Y el país sigue su paso, buscando una senda que lo da saber oírse e interpretar el ritmo adecuado. En el ínterin los asnos habituales pretenden achacarnos a todos los demás la responsabilidad de sus desmanes. Todavía no han entendido que a Venezuela no se le manipula con culpas impuestas. Les digo sin altanería y por su propio bien: agarren el paso o más de uno será visto echado por un voladero.

© Alfredo Cedeño 

domingo, julio 29, 2012

BORINQUEN

              Pisé Puerto Rico por primera vez siendo niño, no puedo precisar la edad. Bastante más tarde, tanto como en 1986 y pisando los 30 años, por causas que ahora no vienen al caso, comencé a conocer realmente a esta tierra. No puedo negar lo que es obvio: me enamoré de este rosario de islas que lo conforman. Al propio Puerto Rico se agregan Palomino, Palominito, Vieques, Culebra, Mona, Caja de Muertos, Desecheo, Monitos, Piñero, Cabras, entre muchas otras.
 
 
              Desde entonces he retratado una y otra vez estos parajes; tanto que en 1989 se realizó en la galería Oller Campeche de New York una exposición con las primeras imágenes que hice de la también llamada Borinquen.
 
Quiero explicar que Borikén, Boriquén o Borinquen es el nombre que se reporta originalmente como su toponímico.  Hay estudios que reportan también el nombre de Boruquén. Afirman que en taíno Borikén significa Tierra del Altísimo o Tierra del Gran Señor.  Otras versiones sugieren que Borikén significa Isla de Cangrejos. Se aboga que éste es el correcto, ya que proviene de la palabra Taína buruquena que significa cangrejo.

 
Es bueno exponer que por el año 3.000 y 2.000 AC, según algunos autores, pueblos miembros de la cultura ostoinoide se asentaron en estos espacios.  Siglos después, tanto como entre el 430AC y el 1000 de nuestra era, fue el turno de instalarse para integrantes de la llamada cultura saladoide. Cuando el genovés Colón, en 1493, arribó aquí la cultura indígena dominante era la de los taínos. No creo necesario abundar que la llegada europea significó la extinción de la cultura taína, que pudo sobrevivir hasta la última mitad del siglo XVI. 

 
 
 
Puerto Rico, también llamada la menor y la más oriental de las Antillas Mayores, es una cantera inversamente proporcional a sus dimensiones en cuanto a lo que se puede escribir de su historia y bagaje cultural.  Son tantas cosas que se pueden escribir de ella…

 
 
 
 
Podría precisar que tiene 9.014 kilómetros cuadrados; que fue explorada por Juan Ponce de León en 1508, o que Sir Francis Drake la incendió en 1595. Son datos, cifras y fechas que se me arremolinan en la cabeza cada vez que recorro estos espacios. Fue acá, entre los hermosos y dolorosos muros del Castillo de San Felipe El Morro, donde aquel de quien Napoleón Bonaparte dijo “...ese Quijote, que no está loco, tiene fuego sagrado en el alma”, al referirse a nuestro nunca suficientemente ponderado Francisco de Miranda,  llegó prisionero en junio de 1813.  Desde allí escribió Miranda el 30 de junio de ese año al presidente de las Cortes españolas: “consigan los aflixidos habitantes de Venezuela la justicia que por ella solicitan;…”.

 
 
Repito lo que escribí en 1989 para el catálogo de la muestra que ya mencioné: "Estas palabras son una especie de excusa para acompañar estas fotografías. Las líneas que quiero redactar son viscerales, de pura emoción, de puro cariño por una tierra que te envuelve, te agarra los ojos y te enamora, la tierra del color, de los jueyes, del arroz con gandules y del ¡Ay Bendito! Sucede, en pocas palabras, que Puerto Rico es una tierra de gente que habla como si cantara, y que cuando camina parece que estuviera bailando; una tierra de gente linda y trabajadora." 

 
 
Esas palabras de aquella presentación, al pisar brevemente de nuevo sus adorados e imperecederos adoquines: ¡las sigo suscribiendo!

© Alfredo Cedeño


Follow bandolero69 on Twitter