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domingo, agosto 19, 2012

ZOOLÓGICOS

La primera vez que vi un animal en cautiverio tenía casi cinco años. Recuerdo con nitidez su erizado lomo hirsuto que aparentaba pinchar pero que era de gran suavidad; también recuerdo su gruñir que pretendía ser agresivo, pero que me resultaba más bien un lamento por estar encerrado entre una improvisada jaula hecha con estacas clavadas en el suelo. 

Hablo de un báquiro pichón. Si, ya sé, antes de que salten a corregirme, que los pichones son de ave y que en el caso de los mamíferos se debía decir  cachorro, o cría de, pero es que hoy no tengo muchas ganas de atenerme a las reglas. ¡Cuando no!, también saltará más de uno, pero no pienso pararles. Así que sigo con mi cuento de hoy. 

Mi padrino Chebo, un hombretón de fuerza inaudita pero con el corazón de Pulgarcito, vivía en la parte alta del río de La Guaira, estado Vargas, donde fue estableciendo una pequeña granja que es uno de los tesoros más preciados que conservo entre los recuerdos de mi niñez.  

Un día él compró una escopeta con la cual salía impenitentemente a recorrer los cerros que rodeaban la casa. Un día me juró, con su voz de ogro trasnochado, que había estado a punto de cazar un hipopótamo pero que le dio dolor matarlo así que prefirió dejarlo ir.  ¡Qué carajos iba a saber yo que en La Guaira no hubo, ni había, ni habrá, hipopótamos! Después se quejan de que yo sea tan “inventor” y embustero… 


Volvamos a lo nuestro. Una tarde, Chebo regresó de sus andanzas de emulo criollo de Indiana Jones con el animalito mencionado en  la primera línea: el pichón de báquiro (Pecari tajacu); que también se le conoce como pecarí de collar, taitetú, coyámel, saíno, cuche de monte, chácharo, y paremos ahí. ¿Qué fue del baquirito? Nunca lo supe, pero confieso que desde ahí me quedó la fascinación por los animales en cautiverio. 

Cuando años más tarde conocí los zoológicos reconozco, para escándalo de los ambientalistas ortodoxos, “ultrosos” digo yo, mi gozo al poder ver a los animales al alcance de la mano.  He de confesar que cuando oigo o leo “cambiar el modelo de zoológico resulta una necesidad imperiosa para las organizaciones medio ambientales” me erizo. Debe ser por lo que me cuesta digerir semejante aserto. Aquellos que cuestionan la existencia de esas instituciones denuncian que “la anestesia es una causa muy común de muerte en animales en zoológicos. Las autopsias, muchas de ellas fabricadas, no relatan lo que realmente sucedió”. 

Lo cierto es que el cautiverio de animales salvajes es de muy vieja data, se practicó en Mesopotamia, Egipto y China. Hay informaciones del año 2300 a.C. de la existencia de uno en Sumeria. Sin embargo, coinciden todos en que el primer zoológico de la historia fue establecido en el 1500 a.C., por la reina Hatsheptuf de Egipto. Ella envió una expedición a la tierra de Punt, al sur de la costa de la actual Somalia, tal como está testimoniado en las paredes de su templo mortuorio donde se muestran barcos zarpando en el Mar Rojo y regresando después cargados con aves, monos exóticos, panteras, jirafas y leopardos, que fueron exhibidos en El Jardín de la Aclimatación, recinto que mandó construir para albergarlos.


Se sabe que 3.000 años atrás, el emperador chino Wen Wang, fundador de la dinastía Zohu, mandó construir el Ling-Yu o Jardín de la inteligencia, un gran parque de más de 1.500 acres, donde exhibía peces, aves, serpientes, anfibios y tigres, ciervos, antílopes y rinocerontes. 

Este sitio duró siglos, al punto que Marco Polo lo conoció y describió diversos animales para aquel momento desconocidos en Occidente, como el tapir malayo y el panda. 

 
            En Europa fueron los griegos quienes establecieron los primeros zoológicos públicos. Los romanos continuaron con la costumbre de mantener colecciones zoológicas, pero para proveer animales a sus espectáculos circenses. Los primeros tigres llevados a Roma, regalo de un rajá indio a César Augusto, terminaron muertos en la arena de un circo.
En la Edad Media, los monarcas y señores feudales manifestaban su poder, entre otras maneras, a través de sus colecciones privadas de animales. Una de las más imponentes fue la Ménagerie de Chantilly, en Francia, que sobrevivió dos siglos hasta que fue destruida durante la Revolución Francesa.

             Del lado acá del océano en lo que hoy es México el rey Nezahualcóyotl fue el creador del primer jardín botánico y el primer zoológico de América en Tezcutzingo. Por otro lado, cuando llegó a Tenochtitlán, Hernán Cortés quedó maravillado ante los jardines que poseía el emperador azteca Moctezuma Xocoyotzin, con plantas y animales traídos desde todos los rincones de su imperio.

 
Cortés, en su segunda carta de relación enviada a Carlos V el 30 de octubre de 1520, detalló impresionado el zoológico y los jardines de uno de los palacios de Moctezuma, que contaba con diez estanques de agua y una gran cantidad de aves de todo tipo, que pertenecían a lugares con agua dulce o salada.  Aseguró Cortés que más de 600 hombres estaban a cargo de este asombroso lugar. Gracias a los relatos de Bernal Díaz del Castillo, se sabe que las instalaciones y los cuidados de ese lugar eran muy similares a los de un zoológico de nuestros días.

 
No fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando comenzaron a establecerse en Europa los zoologicos con la concepción de tales . El pionero fue La Casa Imperial de Fieras en Viena, Austria, cuya construcción se inició en 1752 y se abrió al público en 1765. 

Y así siguieron apareciendo hasta que comenzando el siglo XIX se creó la Sociedad Zoológica de Londres, cuya finalidad era “la introducción y domesticación de nuevas razas o variedades de animales de posible uso en la vida cotidiana”.  Esta institución fue la que terminó por lograr que se divulgara y extendiera el nombre de “zoo” o “zoológico” a sus similares.
 
                      Fue ella quien creó el primer zoológico científico del mundo, el Regent's Park, inaugurado en 1828. No sólo se pretendía la exhibición de distintas especies, sino que sus objetivos también incluían el estudio e investigación del comportamiento animal.
 
          Es así como hoy encontramos reputadas instituciones en todo el mundo que exhiben y estudian a innumerables especies del mundo animal; aún cuando hay situaciones como las que denuncian algunos ecologistas con la organización John Aspinall, de Inglaterra, explota la exhibición de sus gorilas y “abastece otros zoológicos mundiales con gorilas jóvenes que allí nacen, separándolos sin dolor de sus familias, y creando más primates perturbados en el mundo”.
 
Dogmas y befas apartes me confieso adicto a los zoológicos, los cuales no sólo exhiben a distintas especies, si no que son sede de diversos estudios científicos, por parte de numerosos investigadores de la vida salvaje. Hoy acompaño estas líneas con imágenes que he hecho en el Lowry Park Zoo en Tampa, Florida; The Smithsonian's National Zoo, en Washington D.C.; así como del Expanzoo en La Lagunita, Caracas.
 
Confieso que cada vez que he apretado el obturador de la cámara para hacer estas fotografías, no dejaba de evocar aquella improvisada jaula hecha con estacas clavadas en el suelo donde mi padrino metió al pichón de báquiro, y a la vez me encerró en esta cadena de asombros donde me sumerjo cada vez que veo a esas criaturas tan al alcance de mis sentidos.

© Alfredo Cedeño
 

domingo, febrero 12, 2012

WASHINGTON DC


La capital estadounidense, Washington D.C., fue fundada el viernes 16 de julio de 1790. Las letras DC significan District of Columbia que, como bien suponen, se traduce como Distrito de Columbia. Digamos que es un distrito federal, tal y como lo especifica la Constitución de los Estados Unidos.



La idea de su creación tiene casi infinitas versiones, algunos dicen que fue en una cena, otros que fue una suerte de conjura malévola del grupo de próceres masones quienes llenaron de signos y símbolos a la nueva ciudad. Dan Brown en su última novela El símbolo perdido se hace eco de esa teoría para armar su obra. Sobre lo que no hay discusión es que fue el propio George Washington quien eligió la ubicación de la nueva urbe. Él seleccionó alrededor del río Potomac un área cuadrada de 10 millas (16 kms.) por lado, pero trazado de forma tal que su figura semejara la de un diamante. El área escogida abarcaba territorios del estado de Maryland, y la Mancomunidad de Virginia; incluyendo en su perímetro los pueblos de Georgetown, Alexandria y Hamburgh en la zona de Foggy Bottom.



La planificación y diseño de la ciudad naciente estuvo bajo la tutela del arquitecto francés Pierre Charles L'Enfant, quien había llegado al territorio estadounidense como ingeniero militar del Marqués de La Fayette. El urbanista galo formuló una propuesta inicial en 1791 con un estilo fundamentalmente Barroco, incorporando avenidas vastas y haciendo que sus calles principales confluyeran en enormes redomas o rotondas. Su diseño contemplaba tres avenidas principales que irían en sentido Este-Oeste, las cuales recibieron los nombres de los estados más importantes de ese momento. La más al norte de ellas sería la Massachusetts, Virginia la más al sur, y la Pensilvania sería la que uniría la Casa Blanca y el futuro Capitolio, que también estaba contemplado construir.




Debo explicar que en la actualidad el diamante concebido por Washington perdió la esquina ubicada al sur del Potomac, correspondiente a Virginia, y ese espacio, alrededor de unos 100 km², fue devuelto a dicho estado en 1847, y ahora conforma parte del Condado de Arlington y la ciudad de Alexandria.



Ahora bien, el corazón del Imperio, como gustan de imprecar muchos, es no sólo la sede del gobierno federal estadounidense sino que también se ha convertido en la sede de los llamados entes multilaterales. Me ocurrió más de un vez escuchar, en alguno de la infinidad de locales de todo tipo que hay en esta ciudad, conversaciones que por momentos me hacían dudar de mi ubicación espacio-temporal.



Puedo jurar que la virulencia y enjundia de “izquierda” me hacía pensar, invariablemente que estaba en un centro de estudios revolucionarios bolcheviques. Mi desubicación se tranquilizó siempre al ver los ID colgados de sus cuellos con cintas que anunciaban que eran funcionarios de la denostada Organización de Estados Americanos –OEA-, o del monstruoso Fondo Monetario Internacional –FMI-, tal vez del no menos infame Banco Mundial-, cuando no de la Organización Panamericana de la Salud -OPS o PAHO-, o cualquier otro de los tantos organismos multinacionales que aquí tienen su sede principal.


Confieso que siempre me sorprendía la queja unánime de estos personajes sobre la mala cara de los funcionarios de Inmigración, y su incapacidad de entender por qué a ellos no les otorgaban pasaportes especiales, para no tener que estar soportando las colas infames de ingreso… Cuando no de lo cara que está la gasolina, o de los buenos precios que se consiguen en el Potomac Mills o en las rebajas fabulosas de Tysons Corner

Quejas revolucionarias apartes, quiero dejar testimonio de mi subyugamiento por esta ciudad, y el que me quiera mentar la madre o acudir ante las oficinas de la venerable revolución a acusarme de contrarrevolucionario, reaccionario, o alguna otra de esas lindezas propias que acostumbra usar la izquierda exquisita, cabrona, incongruente y caviar: la asumo con la escasa dignidad de la que siempre he hecho gala.


Son infinitos los lugares y rincones por recorrer en esta ciudad. Prometo que en algún momento haré otra selección de las más de cinco mil imágenes que he ido realizando en ella. Y volveré a escribirles de cómo ese tigre feroz que aparenta ser, también es un mendigo rendido a los pies del bronce que -¡como en todos lados!- sirve de bacinilla a las aves, es un hombre que parece asombrarse ante las nalgas desnudas de un querubín.



Washington DC puede ser un adolescente que acude a un muro contemporáneo de los lamentos para llorar por sus muertos caídos en guerras absurdas. Es una urbe donde el sincretismo de chinos, negros, latinos y sajones se encuentra en cualquier esquina; pero que en realidad es una abuela que reposa en cualquier banco capaz de volarle la cabeza a cualquier viandante que crea poder arrastrarla sin misericordia.

© Alfredo Cedeño
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