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domingo, enero 19, 2014

ALFAREROS DE LOMAS BAJAS

            Una mañana de febrero de 1984, luego de haber sobrevivido al día anterior, de buen comer y largo miche al lado del muy recordado Antonio Ruiz Sánchez, lo que de mí quedaba, llegó de la mano de mi padre putativo Humberto “Chácharo” Márquez a la cuna de los choroticos. Cuando quise saber más de adonde me llevaba se limitó a responderme con su voz altisonante “Usted no pregunte y vea, a ver si termina de abrir las entendederas”.
 
            Fue así como tuve mi primer acercamiento al trabajo de los alfareros tachirenses que en Lomas Bajas realizan sus labores seculares de dioses que fabrican con el barro diminutas joyas de cerámica, a veces. Y digo a veces porque también hay mujeres pasmosas como Honoria Ruiz que hace piezas a las que llaman moyones que son más grandes que ella y los cuales fabrica en dos días de trabajo.  Ella, como todos allí, aprendió de sus padres los secretos del trabajo con el barro, para luego bajar al mercado de Táriba a vender sus piezas.
 
            Pero vayamos por parte, paso a poco como gustan de decir algunos eruditos profanos, y les explico de cual sitio les hablo hoy. Lomas Bajas está ubicada en el occidente de Venezuela, 650 kilómetros al suroeste de Caracas y 16 ,5 kms al noreste de San Cristóbal, capital del estado Táchira, el más andino de los estados montañosos venezolanos, como gustan de proclamar los orgullosos hijos de esa tierra.  
 
Para llegar allá, luego de sortear el virtual decreto de inmovilidad en esa región por la escasez artificial de gasolina impuesta desde el gobierno central, uno agarra la carretera que va de San Cristóbal para San Antonio del Táchira, comienza a subir y llega a Capacho Nuevo, sigue adelante y llega a Capacho Viejo. Allí hay que preguntar cómo se llega a Lomas Bajas y empezar a bajar por una carreterita que repentinamente se abre a un paisaje de suaves montañas de tierra roja y menudos caminos que se pierden entre ellas.
 
            Es todo un pueblo que vive de la alfarería. Manos de mujeres, niños y hombres que acarician la tierra hasta darle forma para entregarla al fuego, que se encargará del toque final. Son tantos que es imposible visitarlos a todos, a menos que se disponga de un mes entero. Yo siempre me detengo en el barrio Buenos Aires, en la casa de la familia Vivas.  Ellos fabrican hasta trescientas –¡300!– docenas de choroticos, o pequeños tiestos de barro, como más le provoque decirles, semanalmente. Cada pieza es única, cada una de ellas es una creación que brota de sus manos. Son tres mil seiscientas obras que cada siete días producen en sus tornos y hornos de manera indetenible.
 
            Años después de aquel primer acercamiento al que hice referencia al comenzar esta nota he hecho varios viajes hasta allá y nunca ceso de maravillarme ante la delicadeza de las labores que realizan tanto mujeres como hombres, y en las cuales los niños se van sumergiendo de manera integral. No es gratuito el que ninguno de ellos haya recibido algún tipo de instrucción sobre estas técnicas, todos refieren que fueron aprendidas de sus abuelos y padres, quienes de igual modo les explicaron que de la misma manera ellos las adquirieron.
 
            Ellos utilizan diversas técnicas para efectuar su trabajo de alfareros, donde destaca la de modelado, tanto manual como a través del torno. Estos últimos son piezas ya seculares que también han venido pasando de generación en generación y que al impulso de sus pies hacen girar para darle volumen y tamaño a su producción.
 
            En lo que refiere al modelado manual se producen piezas como las, que también referí párrafos atrás, crea Honoria Ruiz, hormiguita humana cuyas manos metamorfosean el barro, y cual maga contemporánea ofrenda su trabajo a la vida.
 
            Todos son dueños de manos que fabrican delicados milagros del ingenio humano, manos brotadas de la tierra para amasar la tierra y convertirlas en pedacitos de Dios. Al fin y al cabo: ¿qué más es el Creador que una finísima réplica, hecha a imagen y semejanza del hombre?

© Alfredo Cedeño

 

 

 
 
 
 
 
 
 

domingo, enero 27, 2013

MANDARINAS

           Cada ciudad, país, región, o como quieran llamarle, va adquiriendo signos distintivos que disparan en aquellos que le conocen, o se enteran de su existencia, una relación inmediata con dicha localidad.  Es el caso de Las Vegas y los casinos, las prostitutas y el barrio Pigalle de París, New York y los taxis más despelotados del mundo, los churros y Madrid, los fish and chips y Londres,  San Juan de Puerto Rico y los piononos… En Venezuela se dice mandarinas y se piensa en la vía a Oriente.
           Ya se ha convertido en parte del paisaje de la autopista que va de Caracas a Higuerote, a la altura de Chuspita, una sucesión de puestos de venta del mencionado fruto, y si uno se detiene, entre los meses de diciembre y abril,  a preguntarles de donde vienen esos cítricos, invariablemente todos responden: de Araira…
 
Aseguran que los cítricos existen desde hace 20 millones de años y que se originaron en India, China e Indochina; es decir en el sudeste asiático. Se dice que el nombre les viene del color del traje que usaban los mandarines chinos; no creo necesario explayarme escribiéndoles sobre ese deporte tan humano que es dar versiones y opiniones a nuestro real saber y entender sobre todo aquello en lo que consideremos tener la más enjundiosa de las disertaciones para explicar así sea el vuelo de los mosquitos. Lo cierto es que en la actualidad su cultivo y consumo está presente prácticamente en todo el mundo, con innumerables variedades.
 
Esta planta pertenece a la familia de las Rutáceas, género de los Citrus y subgénero aurantioideas; sus frutos son los cítricos más consumidos en el mundo entero.  Es vox populi los beneficios de su consumo por su contenido de vitamina C, ácido fólico y provitamina A; también posee ácido cítrico, potasio, magnesio, calcio y minerales.  Mi abuela hubiera dicho que era la tacamajaca de los cítricos. 

 
          Les quiero comentar que los mayores productores de mandarinas son: Brasil, EEUU, China, México, España, India, Irán, Italia y Argentina. En el caso de Venezuela los principales estados productores son Yaracuy, Carabobo y Miranda. En esta última entidad hay sembradas cerca de 15.000 hectáreas de dichos frutales; lo cual permite inferir que alrededor del 65% de la superficie y producción de mandarina, en Venezuela está  en territorio mirandino.
 
           Ahora bien, ayer sábado 26 me fui hasta Araira buscando donde estaban colectando mandarinas y así fue como llegué a Salmerón, que está a 50 minutos de carretera desde la autopista. Una vez en esa población, uno de los más de cien conductores de pickup Toyota, que se dedican a “bajar” las cestas a los centros de acopio, me llevó, durante 46 minutos por un camino en condiciones infernales, hasta el sector Juan Torres a la finca de Simón Yánez.
 
           El viejo Simón, con 62 años y un ACV a cuestas, es el productor más importante de la zona.  Posee en 97 hectáreas varios millares de plantas que ha ido plantando a lo largo de 22 años. “Se dice fácil, pero nadie sabe el cerro de bolas que he tenido que echarle a esto”.
 
Él dice que en esta cosecha espera sacar unas 50 mil cestas, de 40 kilos cada una, de mandarina. “A ver si me recupero del carajazo del año pasado, que sólo pude llegar a sacar 6.000 cestas… pero así es la vida, no siempre te toca ganar, también se pierde y a eso uno tiene que hacerle frente.  El dinero no vale nada, a fin de fines cuando te pones a ver bien te encuentras que no te sirve de nada.”
 
           Yánez tiene una plantilla de 20 peones que trabajan en su finca durante todo el año, pero en estos días de recolecta tiene otros veinte trabajadores, como es el caso de Ramona Pellicer, de 34 años, quien trabaja de lunes a domingo, porque “el trabajo no está abundante que se diga, y aquí me pagan 20 bolívares por cada cesta que lleno, y si me fajo como es puedo llegar a sacar 20 cestas. Malo no es.”
Ella es la que tiene a su cargo colectar las mandarinas tangelo que son 500 plantas que Simón mima con particular empeño. “Esas me las trajeron de Maracay, y yo no estaba muy convencido, pero en lo que echaron la primera carga y las probé, me quedé enamorado de ellas. Si pudiera quitar todas las matas de la mandarina tradicional que tengo y cambiarlas por esta: lo haría, aunque yo sé que la gente lo que quiere es la de siempre, que tampoco es que se me da mal; pero quisiera poderle enseñar a la gente la diferencia que hay y la calidad de esta mandarina; aunque eso me signifique ganar menos.”


 
Es un tejido de historias y vidas que se enlazan a 1.800 metros de altura en las montañas que bordean a Salmerón. Es esa trama que arropa esas laderas y se convierten en pulpa jugosa para endulzarnos la boca cuando compramos las mandarinas de Araira…

© Alfredo Cedeño


 
 
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