miércoles, abril 05, 2006

HEROICO II

Laocoonte siendo sacerdote de Apolo se dedicó a
castrar efebos y violar doncellas con sistemática dedicación
digna de más augustas causas, aunque no menos jacarandosas,
hasta que del mar aparecieron las serpientes de Neptuno
para ahogar a sus dos hijos, que terminaron también con él.

Fue el único que supo presagiar el engaño con que los griegos
tomarían a Troya y quedó su martirio en el mármol que ahora
atesora El Vaticano, luego de pasar unos cuantos siglos
bajo la tierra de la parcela de un campesino italiano que sólo
supo de ahogar a su mujer con el follar y el empreñar anual.

Todo este fandango comenzó -según la lengua de Homero- cuando
París quien pese a su condición de príncipe y en honor a su verga,
muy cachonda y vagabunda, se robó a Helena, mujer de Menelao,
por lo que los aqueos se dedicaron a sitiar con escasa misericordia,
y durante dos lustros, a la hasta entonces reina de Los Dardanelos.

Escombros y esclavos quedaron donde coitos y señores reinaron,
azotaínas implacables contra los viejos patricios remacharon
el triunfo que sobre las ingles del rey putañero se supo maquillar
con una supuesta guerra por la libertad económica en el Mar Negro
que los troyanos habían sabido zamparse a su faltriquera voraz.

Del Mediterráneo no se podía pasar al Mar Negro sin pagarles
a estos hijos de Troya, en las aduanas se quedaban ninfas y efebos
para completar el peaje de quienes eran dueños y señores del mar
hasta que los aqueos con Agamenón, muy señor y rey de Micenas,
con su caballo de madera empreñado de soldados y lanzas la acabó.

Y en ese menú de melancolías una veleta hizo que en un decenio
se acabara la ciudad temible donde besos y amores fueron milagros
botando cielo e infierno, de propios y forasteros, sedas, oro y poder
al fondo del mar donde nunca Matarile iría a buscar o llevar sus llaves
en una disposición de ilusiones disfrutadas por los dioses y sus olvidos.

© Alfredo Cedeño

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