Yo voy a tener una hacienda grandota con un picadero
donde me pueda meter a probar mis toros que voy a criar. Esos sí que van a ser
unos toros bien arrechos, porque los voy a enseñar a que hasta que no vean
sangre no se queden tranquilos; y esos animales van a ser de mi ganadería y
cuando alguien quiera tener una corrida de verdad-verdad, va a tener que venir
a buscar mis animales. Es que esos van a ser los toros más verracos de todo el
mundo. Y voy a tener una piscinota, y muchos animales, y mucha gente que me
trabaje, y muchos trajes para ir a torear, y muchas cosas, y voy a salir a cada
rata en los periódicos, y voy a tener mujeres como arroz en mi plato. Ya van a
ver quien es José Humberto.
La calle sigue
subiendo. El saco donde lleva sus implementos para la tarde de faena cada vez
le pesa más. El sudor lo tiene empapado desde el cabello hasta la planta de los
pies. Su propio mal olor le llega hasta que lo aturde y no sabe ni por dónde es
que le queda la calle. Un ruido que no puede entender le empieza a llegar desde
la parte de arriba del camino. Le empiezan a llegar voces, y gritos, y risas; y
olores de comida, de gente, de sudores, de tierra, de tarde, de racimos de
dolor. Termina la cuesta y se asoma a un solar enorme que esta lleno de toda
clase de gente. Hay niños corriendo atrás de los perros y los gatos, tres están
encaramados en un techo buscando unos cocuyos que vieron anoche; hay un
ejército de vendedores de comida, jugos, recuerdos de la corrida, santos
milagrosos, sombreros, helados, cigarros de contrabando. Hay una música que
suena por todos lados, por más que quiere saber de donde es que sale, no lo
puede averiguar, no puede averiguar adonde habían puesto los altoparlantes. La
gente parece que está en el patio de un manicomio. La plaza donde él va a
torear es un terreno grandísimo con una mata de mango enorme que está en todo
el centro del terreno, en la esquina de atrás, pegado al cerro, está un corral
donde tienen tres cochinos encerrados. Los berridos de los animales se pierden
entre la guirizapa de aquel gentío que parece estar borracho. Las mujeres se
gritan unas a otras, desde una acera hasta la del frente. Los niños se mientan
la madre, y se tiran piedras, ya hay tres en la enfermería con la cabeza rota.
Los viejos se desgañitan echando sus cuentos, y el cojo Marcelino le quiere dar
unos carajazos a Luis el renco porque se quiso burlar de la vez que él estuvo
cazando por los lados de Vigirima. Rosa, la de Filomena, anda desgreñada
recorriendo la plaza arriba y abajo con un anafe; de empanadas de cazón que
vende a tres por medio. En la acera del botiquín de Domingo están sentados
Medardo, Alfredo su compadre, Jorge, Guillermo, Eduardo, Joropito y Nicasio,
ellos ya se han vaciado tres cajas de cerveza desde las tres de la mañana, que
se sentaron a echarse sus cuentos y a recordar cosas que habían hecho y que les
había pasado, mientras esperaban a que él llegara. Por la parte que está al
lado de la iglesia están tres negras enormes, que tienen siete latas de manteca
montadas en un fogón preparando sancocho de pescado, y que venden el plato a
real y medio; ellas tienen a cuatro muchachas pelando verduras y preparando más
pescado para que mientras se acaba el que tienen listo pongan a preparar más;
ahí tienen racimos de plátano, sacos de ocumo, huacales de papa, bolsas de ají
dulce, auyamas enormes, ñames, mapueyes que pesan mas de quince kilos cada uno,
latas llenas de agua, ensartes muy grandes de pescado que fueron a pescar a La
Guaira, tres pipotes de aliño, y unos cucharones que miden como tres cuartos de
metro cada uno, y con los que revuelven el condumio. De las palanganas sale un
olor que se riega por todo el pueblo y
que hace que, por momentos, la gente se quede callada oliéndolo.
- ¡Dios mío! ¿A
qué casa de locos me mandaste? -murmuró José Humberto para él-, si me descuido
esta gente es hasta capaz de cogerme a mí para torearme.
En este momento
la gente se da cuenta que él ha llegado, y el escándalo que se arma es tan
grande que hasta el olor del sancocho se esconde debajo del suelo. Los cochinos
que están en el corral se emberrenchinan más, los perros empiezan a saltar de
techo en techo, los muchachos se asustan y salen corriendo para todos lados a
esconderse debajo de sus camas, los hombres empiezan a darle vivas y las
mujeres se guindan por los pelos peleándose para ver quién es la que primero lo
puede tocar. Juanita se quiere quitar la blusa y le pega un grito al oído que
casi lo deja sordo:
-¡Ay mi
torerito, mata ese chancho que después te mato yo a ti a cariñitos!
Tiene que hacer
un esfuerzo muy grande para podérsela quitar de encima y con cuidado porque el
marido de ella 10 quiere ensartar con un machete cola e'gallo, que está mas
afilado que volverlo a decir, porque no iba a dejar que un pelafustanes como
ese le viniera a querer quitar la mujer en su cara. Las viejas se empiezan a
quitar las pantaletas, y las tiran para el cielo, y cuando vienen cayendo se
abren como si fueran paracaídas de juguetes, y tienen un torerito de plástico
guindando abajo con unos pedazos de pabilo. Las negras sancocheras empiezan a
darle a las latas con el fondo de los platos de peltre donde han estado
sirviendo la comida. Los cocuyos se están prendiendo y apagando todos de una
sola vez. Los gatos gritan encima de la mata de mango que esta en el medio del
solar. Desde el cerro bajan los campesinos que han estado esperando a que él
llegara, para venirse a ver la corrida.
Rafael, el cura
de aquí, esta tirando cohetes y mando a que repicaran las campanas de la catedral,
los monaguillos se pusieron sus sotanitas y se bañaron para que no se les salga
el mal olor por entre la ropa; el sacristán sacó unas botellas de vino para
consagrar que tenia escondidas en la sacristía, él las sacó todas para
emborracharse porque es que había que emborracharse para celebrar como es. El
comisario está en la esquina con su escopeta cargada hasta la jeta de pólvora
negra y dice que la va a disparar setenta y cuatro veces seguidas para que se
sepa que hay fiesta, también acaba de mandar a soltar a todos los borrachos que
había mandado a recoger porque nadie se podía quedar sin ir a ver semejante
suceso. Ramona mandó a que el Italiano Luigi, el que sabe hacer fotos, viniera
para que no dejara de retratar a nadie, ella se comprometió con él a que, como
no tenía plata, le iba a pagar con unas gallinitas y unos marranitos que tenía
por allá por el río en una finquita de su propiedad suya. El turco Abelardo
trajo tres maletas cargadas de cortes de tela, franelas, pantalones de caqui,
rollos de tela bordada, pañuelos para que las mujeres se los pusieran en la
cabeza, sombreros de Panamá, camisas guayaberas que le llegaron ayer de Cuba
-además nadie iba a saber que esas se las hacia la negra Teodora allá en Santa
Teresa del Tuy-, sábanas de flores y con las orillas bordadas, manteles
tejidos, flores de plástico, libros de recetas de cocina que la gente no
entendía porque no sabían leer, cubrecamas tejidos, paños, gorras y cachuchas.
Jacinto esta puliendo pepas de zamuro para vendérselas a la gente que viniera
de otros pueblos para la fiesta.
-¡Dios mío!,
¿por qué yo tengo que estar pasando por todo esto? Yo quiero ser torero, y para
eso mira por lo que me haces pasar -está rezongando José Humberto parado en una
esquina, mientras ve aquella batahola que sus ojos no encuentran cómo
entender-, es como que si yo te debiera una promesa y te la tengo que pagar de
esta manera.
En la esquina
al frente de donde José Humberto está parado, Panchito, que acaba de bajar de
su finca, sigue vendiendo huevos de pava, unas posturas enormes y blancas.
-¡Vendo huevos
grandotes! ¡Vengan y llévenselos que parecen huevos de elefante por lo
grandotes y hermosos que están! ¡Vamos, vamos! ¡Los doy a locha el par!
El reguero de
gente se estira o se encoge, es una masa que hace lo que le da la gana. Pegan
brincos, se esconden, cualquier cosa que les viene a la cabeza. "Yo hago
lo que me sale del forro", gritaba ronco en medio de la plaza el ronco
Joseíto. "Pasteles a locha", cantaba el hijo de Carmen María con un
canasto lleno sobre la cabeza y con un paquete de papelitos para agarrar los
que le compraban en medio de semejante zaperoco.
Por fin José
Humberto puede llegar al sitio que le arreglaron como vestuario en una esquina
de la plaza. Pone la petaca donde trae la ropa sobre un banco que esta atrás de
la puerta y empieza a desvestirse hasta que queda con los puros calzoncillos
que están hasta remendados con un pedazo de tela de saco de harina. Se quita
las alpargatas y empieza a ponerse el traje. Se lo pone y se calza las
zapatillas y se mira en un pedazo de espejo que esta colgado en un clavo
oxidado. Hace varios simulacros de cómo se comportara frente al animal que
tienen encerrado allá afuera y que lo está llenando de olor a mierda. Al fin se
decide y sale. Al hacerlo la gente se queda callada. A los cinco segundos
empiezan los alaridos y a mentarse la madre de la pura alegría que tienen.
Cuatro negros que trabajan de caleteros en La Guaira se llegan hasta donde él
está y lo alzan en una parihuela y lo sacan cargado hasta el ruedo que habían
hecho con pipotes, mecates empatados, pedazos de guayas, y listones viejos, y
con la mata de mango en todo el centro. Llegan al lado de la mata, lo apean y
salen corriendo. Al mismo tiempo que los negros corren, ve que el chingo
Marcelino abre las puertas del encerradero y un marrano gordísimo sale dando
berridos que se oyen en todo el cerro, y la gente que está todavía en su casa
esperando a que empiece la corrida sale corriendo para la plaza para no perderse
de ver como es que él va a torear al chancho.
José Humberto
se para derecho, como el machete que trajo para que le sirva de muleta, y
suelta el capote, un pedazo de cortina roja que se robó en la jefatura del
último pueblo en que toreó. El Verraco se le queda mirando y arranca a correr
como si un tábano lo hubiera picado en un cuadril, y se tira entre el trapo que
él le zaperoquea en la nariz. Pasa de largo y a 1os dos metros se para en seco.
Da la vuelta apoyando su pata delantera izquierda mientras las otras tres
caminan en el tierrero. Empieza a hozar por el suelo y después pega otra
carrera, pasa por su lado buscando morderlo en una batata, el se aparta y el
animal pasa otra vez de largo. Él le vuelve a menear el trapo. El puerco se
mete de cabeza entre el revoloteo de pedazos de cortina. José Humberto se
aparta para dejarlo pasar de largo, y la plaza está que se viene abajo de la
gritería con que todos le están celebrando sus piruetas, ya hay muchos que
están roncos. Cada vez que el animal pasa por su lado como una nube de piedras
y polvo que va levantando con sus pezuñas, la gente se levanta y grita
"hochi puerco". Los gritos hacen que las matas se muevan de un lado
para el otro. Los mangos que tenía la mata del centro de la plaza, se están cayendo
ellos solitos con los gritos que retumban como cañonazos. José Humberto está
emocionadísimo, los pantalones se le ruedan hasta más abajo de las nalgas en
mas de una oportunidad, él se los arregla con una mano y con la otra continúa
dando capirotazos. El pobre animal ya se ve cansado, y, sin embargo, cada vez
que él le bate el capote sale disparado a buscarlo, a morderlo. La cortina se
ha vuelto tiritas, cada vez que el cochino pasa la muerde, la tiempla y la
revienta. Así sigue hasta que, en una de esas que pasa por entre aquel trapero,
tira un mordisco y agarra por la pantorrilla derecha a ese enemigo suyo que lo
tiene avacorado desde hace rato, que lo tiene desesperado con ese maldito trapo
rojo. José Humberto siente un corrientazo que le recorre la pierna, se le mete
por la espalda y le da un golpe en la cabeza. No puede aguantar el trapo, los
ojos se le cierran solos, las rodillas le suenan, los oídos le silban y los
pies le sudan. Suelta la cortina, pega una carrera, se encarama en la mata de
mango, y grita:
-Me mancó el
verraco, me mancó el verraco, ¡nojoda!
© Alfredo Cedeño
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