Afirman los amigos historiadores, fabuladores por
antonomasia, que el nombre de esta tierra viene de la similitud que encontraron
entre las casas construidas por nuestros indígenas y las que en aquel entonces
se podían ver en Venecia. Aseguran que
la degeneración del nombre se convirtió en Venezuela.



Al parecer, fue
el viernes 24 de agosto de 1499 el día cuando Alonso de Ojeda llegó a orillas
del Lago de Maracaibo. Américo Vespucio
debe haberlo acompañado ya que le escribirá desde Sevilla a Pier Francesco de
Medicis, que se encontraba en Florencia, el 18 de julio de 1500:
“...encontramos una grandísima
población que tenía sus casas construidas en el mar como Venecia, con mucho
arte,...”



De esa manera comenzamos a rodar por el mundo, ya
Venezuela no sería más una realidad innominada, un grupo desarticulado de
gente. Comenzaba la conquista y
colonización, la integración, el mestizaje, dándole organicidad a un pueblo,
haciendo brotar un país.



Debo apuntar a esta altura que, como bien sabemos,
si algo nos caracteriza a los
venezolanos es la irreverencia desparpajada, rayana en la insolencia, que suele
bajar de los pedestales hasta al más pintiparado. Digo esto porque hay quienes han dicho que en
español la partícula “zuela” está asociada a lo despectivo, y llaman en su
auxilio como ejemplo el término mujerzuela, así como bestezuela, bribonzuela, ladronzuela,
indezuelo, y paro aquí; tampoco se trata de hacer un catálogo de desfachateces.
Así que sigo con lo que quiero abordar hoy: la llamada arquitectura popular
venezolana.



Y junto al nombre comenzaron a brotar las moradas.
Se produjo la fusión de estilos que convirtió la argamasa en barro y lo
incorporó a la paja nativa: surgió el bahareque, amalgama amorosa que hace
surgir las paredes con la suave caricia que solo se reserva para los seres
amados. ¿Qué más digna de ser amada y hacer sagrada que la vivienda para
protegerse de la naturaleza?


Las casas de piedra de los indios montañeros de
Mérida, dieron sólidas piedras sillares para las altivas casas de herencia
andaluza que retoñaron por todos nuestros rincones. También llegaron aires
holandeses desde las vecinas islas de Aruba, Bonaire y Curaçao.




La fe no estuvo ausente y así surgieron templos
modestos, otros pomposos, pero todos uno en la búsqueda de la calma para las
culpas que azotaban inclementes sus vidas salpicadas de insipidez.



En esta tierra
de colores infinitos los pigmentos no podían estar ausentes, y fue el turno de
los colores arrebatadores, de mezclas ingenuas con la fuerza de la inocencia en
sus paletas. Y se armó la fiesta de
nuestra arquitectura tradicional y popular. Ritmo, cadencia y paredes martillaron la soledad para hacerse rebaño de techos y almas, abrieron las
faldas de la oscuridad para colocar un reloj de tiempo astillado a brillar con
riesgos de sincopas en un pentagrama alborotado.
© Alfredo Cedeño

