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sábado, junio 01, 2013

VENTANAS

La semana pasada, cuando escribí sobre Burere, en el estado Lara, recibí dos mensajes que fueron el “gatillo” que disparó este trabajo que les entrego hoy. Uno de ellos fue de la querida y muy caraqueña Ylleny Rodríguez quien con su donaire de siempre me soltó en un mensaje: “Qué no habrá visto esa ventana?”
 
            Un rato más tarde me escribió el no menos querido José Humberto Márquez, nacido, amamantado y destetado en la muy venerable y tachirense Táriba, quien con su tono lapidario de siempre me espetó: “¿Cuántas ventanas habrás retratado en tu vida?”
 

           Ambos mensajes me quedaron rodando en la cabeza como maraca sin palo. Bien saben los que me conocen que no puedo ver una provocación porque le saltó encima.  Tal vez por ello la cadena de matrimonios que arrastro, pero sigamos en lo que estamos que si a la escasa resistencia a los desplantes unimos la tendencia incontrolable al desvarío bien corren el riesgo de terminar leyendo una diatriba sobre sabrá Dios qué tópico. Así que sigamos con lo originalmente pensado.
 
            Si recurrimos al venerable mataburros encontraremos que ventana es: “Abertura más o menos elevada sobre el suelo, que se deja en una pared para dar luz y ventilación.”  Palabras más, frases menos, podemos encontrar una retahíla de diversas definiciones de similar tenor en diversos textos, manuales, enciclopedias, tratados y demás publicaciones conexas.
 
Ahora bien, no puedo dejar de preguntarme: ¿sólo eso es una ventana? Y de inmediato Philip Larkin me entrega la respuesta:
más que en palabras, pienso en ventanas altas:
el cristal en donde cabe el sol y, más allá,
el hondo aire azul, que nada muestra,
y no está en ninguna parte, y es interminable.
 
Por eso es que siempre retrato ventanas: ellas que han visto todo y se han ido de vuelta a la nada, la muerte que por todos aguarda, son mudas vocerías de penas y esperanzas. Vanos llenos de sonrisas, gestos, palabras, llantos, traiciones, y ese vastísimo abanico que solemos desplegar en nuestro día a día, lo cual conjuro con la mirada que me permite saborear el lente. 
 
Ahora quien me auxilia es el maestro Benedetti, quien surge raudo de mi memoria:
De vez en cuando la alegría
tira piedritas contra mi ventana
quiere avisarme que está ahí esperando
 
           Son los ojos de nuestras moradas que dejan saber, o al menos incitan a presumir, lo que guardan y atesoran.  Konstantínos Kaváfis lo dijo impecablemente:
En estas oscuras piezas, donde paso
días agobiantes, voy y vuelvo arriba abajo
para hallar las ventanas. -Cuando se abra
una ventana habrá un consuelo- .
 
            ¿Consuelo? ¿Se puede encontrarlo en verdad? No puedo dejar por fuera al poeta de los poetas: Federico García Lorca
Asomo la cabeza
por mi ventana, y veo
cómo quiere cortarla
la cuchilla del viento.
 
            Andando y desandando esta amada Venezuela de mis tormentos encontré la reencarnación del holandés Mondrián en una combinación sobria y alegre de cuatro modestos cristales que cubrían de la polvareda las apolilladas imágenes de un templo a punto de derrumbarse.
            Las he visto desde afuera, y también he visto del lado adentro como las calles descuartizadas por el calor son un vaho que trata de atenazarte la garganta. He sido voyeurista impenitente que trata de averiguar la vida ajena, a veces con fortuna otras saliendo con las tablas en la cabeza y unas cuantas recordatorias de aquella que me parió. Con ellas aprendí la entera dimensión de la frase que Shakespeare pone en boca de Julieta: Ventana, deja entrar el día y deja salir mi vida.
 
            Unas apenas son humildes hojas de madera, pero con la digna fortaleza de cumplir su función de cobijo y protección.  Otras altivas, muchas desportilladas, pero con la altivez de la solera de tiempos idos en los cuales fueron signo de poderío. Ambas mudas testigos de filigranas de los corazones y más de una innecesaria ruindad de esas en las que tanto se empeña el ser humano en refocilarse.
 
            Son los ojos atentos que siempre vigilan al que pasa y amparan al que tras ellas se cobija, cuencas preñadas de ilusiones o de congojas, cálidos albergues donde las heridas se lamen y sellan, y las alegrías se desparraman.
 
            Estas ventanas que hoy comparto con ustedes han sido parte medular de mi búsqueda que, al escudriñar en sus vidas e historias, ha sido herramienta para tratar de entender, entendiéndolos a ellos, sus ocupantes, mi raigambre.  Las ventanas han sido parte de ese arado que plantó a mi tierra en mí mismo de la más hermosa manera.   Gracias por dejarme compartirlas con ustedes…

© Alfredo Cedeño

 
 

domingo, agosto 12, 2012

LA CASA VENEZOLANA

            Afirman los amigos historiadores, fabuladores por antonomasia, que el nombre de esta tierra viene de la similitud que encontraron entre las casas construidas por nuestros indígenas y las que en aquel entonces se podían ver en Venecia.  Aseguran que la degeneración del nombre se convirtió en Venezuela.
 
 
 
Al parecer, fue el viernes 24 de agosto de 1499 el día cuando Alonso de Ojeda llegó a orillas del Lago de Maracaibo.  Américo Vespucio debe haberlo acompañado ya que le escribirá desde Sevilla a Pier Francesco de Medicis, que se encontraba en Florencia, el 18 de julio de 1500:
“...encontramos  una grandísima población que tenía sus casas construidas en el mar como Venecia, con mucho arte,...”

 
 
 
                        De esa manera comenzamos a rodar por el mundo, ya Venezuela no sería más una realidad innominada, un grupo desarticulado de gente.  Comenzaba la conquista y colonización, la integración, el mestizaje, dándole organicidad a un pueblo, haciendo brotar un país.
 
 
 
            Debo apuntar a esta altura que, como bien sabemos, si algo nos caracteriza  a los venezolanos es la irreverencia desparpajada, rayana en la insolencia, que suele bajar de los pedestales hasta al más pintiparado.  Digo esto porque hay quienes han dicho que en español la partícula “zuela” está asociada a lo despectivo, y llaman en su auxilio como ejemplo el término mujerzuela, así como bestezuela, bribonzuela, ladronzuela, indezuelo, y paro aquí; tampoco se trata de hacer un catálogo de desfachateces. Así que sigo con lo que quiero abordar hoy: la llamada arquitectura popular venezolana.
 
 
 
            Y junto al nombre comenzaron a brotar las moradas. Se produjo la fusión de estilos que convirtió la argamasa en barro y lo incorporó a la paja nativa: surgió el bahareque, amalgama amorosa que hace surgir las paredes con la suave caricia que solo se reserva para los seres amados. ¿Qué más digna de ser amada y hacer sagrada que la vivienda para protegerse de la naturaleza?

 
 
            Las casas de piedra de los indios montañeros de Mérida, dieron sólidas piedras sillares para las altivas casas de herencia andaluza que retoñaron por todos nuestros rincones. También llegaron aires holandeses desde las vecinas islas de Aruba, Bonaire y Curaçao. 
 
 
 
 
            La fe no estuvo ausente y así surgieron templos modestos, otros pomposos, pero todos uno en la búsqueda de la calma para las culpas que azotaban inclementes sus vidas salpicadas de insipidez.  
 
 
 
En esta tierra de colores infinitos los pigmentos no podían estar ausentes, y fue el turno de los colores arrebatadores, de mezclas ingenuas con la fuerza de la inocencia en sus paletas.  Y se armó la fiesta de nuestra arquitectura tradicional y popular. Ritmo, cadencia y paredes martillaron la soledad para hacerse rebaño de techos y almas, abrieron las faldas de la oscuridad para colocar un reloj de tiempo astillado a brillar con riesgos de sincopas en un pentagrama alborotado. 

© Alfredo Cedeño

 
 


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