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Quiero abrir esta nota de hoy con una declaración de principios: puedo cuestionar o criticar todo, pero siempre debo respetar lo que cada quien piensa o crea. Digamos que creo en el cacareado credo del libre albedrío, concepto filosófico echado a rodar por Santo Tomás de Aquino en la Edad Media.
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Dejó asentado el tocayo del apóstol que necesitaba ver para creer: “En el hombre hay libre albedrío. De no ser así, inútiles serían los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos. Para demostrarlo, hay que tener presente que hay seres que obran sin juicio previo alguno”
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Pasados algunos siglos después del citado hombre de la iglesia, en el XIX para ser exactos, el pensador alemán Schopenhauer arremetió contra ello y aseguró: “Tú puedes hacer lo que siempre haces, pero en algún momento de tu vida, sólo podrás hacer una actividad definida, y no podrás hacer absolutamente nada que no sea esta actividad”.
Bien sabemos que entre gustos y colores… ¡no digamos de pensadores!, que cada cual asegura tener los pelos de Belcebú apuñados en sus entendederas.
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Para seguir dándole vueltas a la noria filosófica, que confieso estoy empleando para evitar ser declarado enemigo de la Sociedad Perpetua de los Comeflores y Defensores de las Causas Perdidas, quiero ahora citar a Fernando Savater. Él, en entrevista concedida al diario español El País, declaró: “Podemos conceder protección a los animales pero no derechos porque carecen de deberes y de conciencia para entender lo uno y lo otro. Los humanos no sólo sabemos sumar 2 y 2 y hemos inventado el chat, sino que evidentemente también volamos, nos camuflamos, y hacemos cualquier otra cosa que hagan los animales, en muchas ocasiones porque lo imitamos de ellos por medios técnicos”.
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El pensador vasco también asegura en sus declaraciones: “La moral no es simplemente ahorrar sufrimiento sino compartir el reconocimiento de la libertad de elegir, que es lo que nos hace humanos”.
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Preguntarán ustedes, y con razón, ¿a dónde pretende llegar éste hoy? Que estuve en una pelea de gallos organizada por unos campesinos trujillanos. No tengo que extenderme en cuanto a las loas y condenas que se suscitan alrededor de esa actividad; yo no condeno ni avalo dichas prácticas, pero esto también es una parte de nuestro país que ando empeñado en documentar. Los juicios, absoluciones y condenas se las dejo a los que sientan que puedan lanzar el primer peñonazo. Como bien algunos saben, y otros han de suponer, no soy muy amigo de que me despiecen cual puerco. Así que, con un ligero barniz de cultura general, les termino el cuento.
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Se asegura que el origen de las peleas de gallos está en Asia, y que hace 2.500 años se celebraban en China. Se afirma que en Egipto, en la época de Moisés, eran el pasatiempo preferido de las masas.
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Este animal era tema de adoración religiosa entre los sirios, mientras que los griegos y romanos lo asociaron a los dioses Apolo, Mercurio y Marte. En el siglo XVI, las peleas de gallos prosperaban en Inglaterra y cuando el rey Enrique VIII, se llevaban a cabo en el palacio de Whitehall. El juego se convirtió en un deporte nacional, a tal punto que a ciertas escuelas les fue requerido enseñar a los estudiantes sobre las peleas de gallos, en aspectos como crianza, traqueo y condicionamiento del animal.
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Durante la Edad Media, en Francia, estos combates eran muy populares y ese país adoptó al animal como emblema nacional. Años más tarde asegura Irving Leonard en su obra: “Books of the Brave. Being an account of Books and men in the Spanish Conquest and Settlement of the Sixteenth-Century New World”, que tal practica llegó a América debido a que “Durante los viajes entre España y América, los pasajeros solían distraerse con peleas de gallos a bordo”.
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En Venezuela hay referencias del año 1771, cuando el gobernador Manuel Centurión estableció en la Provincia de Guayana el estanco de guarapo y el juego de gallos, que producían anualmente 1.430 pesos en impuestos.
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Actualmente en Venezuela estas jornadas, a la que algunos catalogan como deporte, se llevan a cabo en casi todo el país. En las montañas ubicadas entre Valera y La Puerta, en el estado Trujillo, 450 kilómetros al oeste de la capital venezolana, se realizan para conmemorar distintas fechas y celebraciones, días en los cuales campesinos como Oswaldo Carrizo preparan sus animales desde el día antes para luego acudir a una “gallera”, a la cual se llega luego de una larga caminata por medio de la montaña.
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Allí se realizaron los enfrentamientos donde la palabra del gallero se respeta como única garantía en cada pelea.
© Alfredo Cedeño
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Alfredo Cedeño