domingo, julio 10, 2011
EL COLOR
Se dice que el viejito Aristóteles, cuando describió los “colores básicos” y los relacionó con la tierra, el agua, el cielo y el fuego, fue el primer autor que comenzó a tratar de dar forma al concepto de lo que es el color. Otro de esos precursores de los nerds, fue Plinio el viejo quien lo abordó en el libro 35 de la Historia Naturalis.
Agua –y de cuanto podamos y queramos imaginar- ha corrido por ríos y quebradas, entre las alcantarillas, bajo los puentes, por las acequias, pero ya eso es paja de otro trigal, desde que aquel par de otrora zagaletones comenzara a tratar de elaborar una explicación sobre qué son los matices, tonos, visos, coloraciones y cuanto otras palabras se fueron creando alrededor de nuestro tema de hoy.
Psicólogos, médicos, físicos, neurólogos, pintores, químicos, es decir: Raimundo y tres cuartas partes del mundo han estado dándole vueltas a esa noria y en lo que parecen coincidir es en que ello no es otra cosa que una percepción visual generada en el cerebro, “quien interpreta las señales nerviosas que le envían los fotorreceptores de la retina del ojo y que a su vez interpretan y distinguen las distintas longitudes de onda que captan de la parte visible del espectro electromagnético”.
Afirman que es “un fenómeno físico-químico asociado a las innumerables combinaciones de la luz”, y también se han hecho estudios en cuanto a los efectos y significados que pueden tener sus diferentes manifestaciones en nuestros estados de ánimo. Es así como han catalogado al azul de color frío, ya que nos recuerda el hielo y la nieve. En ese mismo rango han catalogado al verde. Algunos han llegado a afirmar que “el azul aminora el metabolismo y aumenta nuestra sensación de calma”.
En cuanto al blanco afirman que puede expresar paz, y refleja felicidad, pureza e inocencia. Al otro lado, si nos ponemos maniqueos, encontramos el negro al cual han convertido en símbolo del silencio, del misterio y, “puede significar impuro y maligno”.
Confieso que todas estas interpretaciones, desde que las conozco, me han sumergido invariablemente en no desdeñables conflictos.
Nací en Caracas y me crié en La Guaira, es decir: fui parido en las faldas del cerro El Ávila, mole de una policromía predominantemente verde por la que muero de melancolía cada vez que la pienso. Ver esa paleta es una descarga de adrenalina que suele empinarme más allá de mis pendejeras existenciales. En las calles coloniales de La Guaira aprendí a caminar y el mar es otra fuente de energía que me hace vibrar de la pura sensación de estar regresando a mis momentos más puros de vida: cuando fui un muchacho malcriado y consentido por mi abuela, mi padre y mi madre. ¿Dónde estará esa calma de la que hablan los que estudian la influencia de los colores?
Si del blanco se trata, no puedo dejar de maravillarme ante la sigilosa sensualidad con que algunas flores se dejan ver cual vulvas vegetales, ni tampoco abandono el pensar en el efecto devastador que, sobre mis infructuosos votos de fidelidad, han cursado pieles nacaradas que me han dado muchísima felicidad, con su escasez de pureza e inocencia.
En cuanto al pobre negro, que no obra de Gallegos, no he podido dejar de buscar el silencio en las pieles pigmentadas que hacen retumbar los cueros de los tambores en sus fiestas paganas o religiosas. ¿Cómo sentir impureza o malignidad ante nuestras muy criollas caraotas que por otros lados mientan frijoles negros? ¿Cómo darle una carga de peligro o sensualidad desbocada al rojo de una flor salpicada en la noche de rocío?
El color, magia que me desborda en cada espacio donde hurgo con mis ojos, es una bendición que, con la fragilidad de las cáscaras de los huevos, se ancla en mi piel con suave firmeza. Siempre es una ronda de finales infinitos que estallan en una pared o se convierten en una bandera que me recuerda desde un muro esa manta que abriga esto que llamamos nación.
© Alfredo Cedeño
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