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domingo, noviembre 09, 2014

EL TIRANO

            No recuerdo cuando fui por primera vez a El Tirano en Margarita. Debe haber sido muy pequeño, porque cada vez que llegó a esas playas, su azul tan particular y la silueta de los islotes del archipiélago Los Frailes en el horizonte, son más que un recuerdo y más bien son una presencia indeleble en mi existir. Es decir: son parte de mí mismo como parte de ese andamiaje de sedimentos que constituyen a cada quien a partir de sus amores, vivencias y hechos.
 
Explica Rosauro Rosa Acosta en su Diccionario Geográfico-histórico del estado Nueva Esparta que “En los primeros tiempos de la Margarita se conoció con el nombre de Bahía de Paraguachí, más tarde y con motivo del arribo por esa bahía del Tirano Aguirre, se le denominó el puerto del Tirano”.
 
De aquel vasco, que tras navegar infinitos kilómetros, llegó a la isla de Margarita precisamente en este punto, y sobre quien se han escrito infinidad de obras, Miguel Otero Silva en Lope de Aguirre, príncipe de la libertad ficciona así su arribo: “Tras diez y siete días de navegación marina los bergantines de Lope de Aguirre divisaron las costas de la Margarita en veinte días del mes de julio de mil quinientos sesenta y un años, (…). El Santiago se abrió paso por entre olas embravecidas y echó el áncora en una región que los indios guaiqueríes llamaban Paraguache.”
 
Él mismo, en carta dirigida a Felipe, II le escribió: “A la salida que hicimos del río de las Amazonas, que se llama el Marañón, vi en una isla poblada de cristianos, que tiene por nombre la Margarita…”. Ahora hay una cruz inmensa hecha de cemento en el supuesto sitio donde él llegó con sus navíos y su torva masa de insurrectos. Sin embargo hay quienes descartan esa posibilidad y se inclinan por ubicar dicho desembarco por el llamado Puerto Abajo, más hacia la zona de Playa Parguito, ya que a las costas de El Tirano no entra con destreza quien no sea nativo de allí, ya que su bahía tiene dos bajos y un mar caprichoso que suele impedir entrar con facilidad a quienes no están familiarizados con dicha rada.
 
Haya llegado por donde lo haya hecho lo cierto es que como describe Juan de Castellanos en su Elegías de Varones Ilustres de Indias:
“Para tomar Aguirre pues el puerto
Hacíales el tiempo diferente;
Mas los autores deste desconcierto
Echaron do pudieron cierta gente:”
Los desmanes de Lope y sus hombres en territorio margariteño han sido documentados ampliamente por gran cantidad de autores de toda laya, amén de los ya citados, sin olvidar a la llamada tradición oral de la zona que también abundan en ello.
 
José Agapito Moya nacido el 20 de septiembre de 1929 en esta población, a sus 85 años explica a quien le pregunta al respecto: “Él no se llamaba Tirano, le pusieron Tirano porque a todo el mundo procuraba degollarlo, matarlo”. Más adelante, asegura Moya que Aguirre andaba de noche en su caballo “y ese animal se sacudía y sonaba las cadenas, él se pasaba las noches caminando las calles, que no eran calles, eran caminitos, veredas, pues, y caminaba y caminaba hasta que una noche lo rasparon y desde entonces él quedó penando aquí en las calles del pueblo.” Saquen sus guillotinas y machetes aquellos que no sean capaces de entender el delirio que es la apropiación y transformación que hace la voz popular de los hechos, por grandes que sean, para amoldarlos a sus propias visiones…
 
            Es necesario reseñar a esta altura de lo escrito que la Ley de División Territorial de 1916, trece años antes de que naciera José Agapito, le dio a esta comunidad el nombre de Puerto Fermín. Como cada uno de los cien mil hilos que han ido tupiendo esta hermosa manta que nos abriga en su condición de tierra natal, El Tirano o Puerto Fermín, como más le guste a cada cual, ha ido –y sigue haciéndolo– liando su manojo de aportes.  A la orilla de la mar José “Nicho” Moya junto a su hermano Hermenegildo “el mudo” se dedican a reparar las nasas que ahora colocan con ayuda de GPS mar afuera.
 
            Igual hacen Taña y Mirna Del Valle Díaz Marin, quienes mantienen el restaurant que fuera de su madre Dorina. Ella fue una legendaria cocinera, cuyo “torito” relleno era una delicia que hacía a más de un caraqueño pudiente ir en su avión particular hasta Margarita para luego trasladarse hasta su humilde restaurant a paladearlo. Ellas mantienen sus recetas y no dejan de preparar a diario los platos que de ella aprendieron. A la par, los hombres de este rincón no dejan de arropar su corazón de ternura y su venerada Virgen del Valle les acompaña en las quillas de sus peñeros cuando salen a ganarse el pan entre la inmensidad de la mar…
 
            El Tirano conserva frente al mar su gran cruz señalando el lugar del supuesto desembarco del hijo de Guipúzcoa, en sus brazos las aves de rapiña se baten entre el sol y la brisa incesante. Esta última vez que anduve por allá no cese de evocar lo escrito por Alfredo Boulton en su precioso libro La Margarita: “Al este, en la ensenada de Paraguachí, todavía de noche ven al Tirano en el piafante potro blanco de Villandrando, escaparse por entre los espesos cedros y los grises camarucos de la roja plaza de la iglesia.”

© Alfredo Cedeño
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

domingo, febrero 19, 2012

BARQUISIMETO


Conservo entre mis recuerdos de niñez largos recorridos por una ciudad calurosa, de viento suave que refrescaba la tarde y un cielo que se encendía con la hermosura de los pecados cuando se disfrutan a plenitud. Ya saben por el título que estoy escribiendo de Barquisimeto. Quiero aclarar, porque se bien de la hipersensibilidad de los queridos guaros sobre su patria chica, que lo hago con cariño. A todo aquel que no lo entienda, le ruego que no siga leyendo y agradezco no me jodan el domingo con comentarios altisonantes. Conmigo mismo me basta y sobra.

Dicho esto, sigo contándoles, a quienes siempre me acompañan en mi vagabundear, de la capital larense. Hasta hace relativamente poco, ésta era una ciudad donde el tiempo parecía detenido. Cuando ya hecho un gandul la recorrí de nuevo me asombraba lo bucólico de su ambiente. En más de una oportunidad mis desvaríos habituales me hacían imaginar que veía a Antonio Arráiz niño correteando por sus calles, o que bien me podía encontrar en una esquina a Pablo Canela preparándose para ir a dar una serenata a la ventana de alguna barquisimetana preciosa, de esa a las que los senos le huelen a jazmines estrellados.


Uno se metía a su mercado y encontraba a un vendedor de claros rasgos de herencia ayamán ofreciendo una bandeja de ajíes dulces delirantes, o una criatura ofreciendo mazorcas de granos limpios que competían con su sonrisa de dentadura impecable. Barquisimeto era una fiesta de ritmo lento y cadencioso.

Por aquello de no quedarse en lo meramente etéreo, tal como me solía exigir Wilmer Suárez en la época de Ultimas Noticias, quien cáusticamente me solía traer a tierra: “Mira mijo, es información lo que hay que dar, la poesía en los botiquines o en la cama, pero aquí es datos lo que hay que poner. ¡Muévelo!” Afortunadamente, aquí hago lo que se me antoje y he tratado de hacer que esto sea un injerto de putidiario, es decir botiquín con noticias. Sigo.

Barquisimeto no es la excepción a la casi totalidad de nuestras ciudades, grandes y pequeñas, o sea: no hay partida de nacimiento, no la busquen, porque no hay quien la haya buscado y podido conseguir. Hay, como bien han de suponer, miles de especulaciones, diría que cada vez que respira un guaro aparece una nueva. Todas por comprobar, ninguna confirmada. Lo que si es cierto es que todo empezó por la codicia. Se hablaba a mediados del siglo XVI, 1550, de la existencia de oro en Buría. Se sabe que a comienzos de 1552 el capitán segoviano Juan de Villegas comisiona a Damián del Barrio para que fuera a Buría en busca de los yacimientos auríferos y en abril éste vuelve e informa que encontró dichas minas, es así como en mayo de ese mismo año Villegas toma las de Villadiego. Esta fecha se supone debido a una carta fechada el 29 de abril de 1552, en la cual escribe al Rey Carlos I (el hijo de Felipe el Hermoso y Juana La loca): Quedo de partida aquí a diez días Dios mediante en nombre de Vuestra Majestad ir en aquella comarca a fundad la Nueva Segovia.


Puede uno especular que la ciudad en realidad comenzó como un campamento minero… De un tiempo para acá, largo por cierto, se ha establecido el 14 de septiembre de 1552, como fecha de fundación porque dicho día Juan de Villegas, disponiendo de lo que no era suyo, como suelen hacer los que se imponen por la fuerza -y de eso tenemos en la actualidad buenos ejemplos, y de sobra, con la plaga roja que padece Venezuela-, repartió a los indígenas que poblaban el área. La repartición se llevó a cabo entre 35 españoles, 3 alemanes y 1 portugués que lo acompañaban en sus faenas.

Es bueno aclarar que las fulanas minas no eran tales, en realidad algunos exploradores habían informado del hallazgo de algunos trozos aluvionales de oro en las aguas del río Buria. Por supuesto, al cabo de 4 años no había más cochano, pero si cochinos mosquitos y cuanta plaga pueda cualquiera suponer. Por ello, en 1556 se traslada la ciudad al sitio El Carabalí que fue donde apareció por primera vez el nombre Variquisimeto, que se afirma quiere decir en lengua indígena: río con aguas cenicientas; lo cual, aseguran los entendidos, confirma dicha toponimia el color que caracteriza las corrientes del río Turbio.


En este sitio la localidad se mantuvo hasta que en octubre de 1561 el vasco Lope de Aguirre, el Tirano Aguirre, le pegó candela por los cuatro costados. Después de ahí he encontrado versiones diferentes que hablan de que esa fue su penúltima ubicación, pero hay quienes dice que hubo una más que se llevó a cabo en Zamurobana que es donde confluyen los ríos Claro y Turbio; allí permaneció hasta 1812 cuando fue destruida por un terremoto. Y fue así como se produjo el quinto asiento, que es el actual, en la meseta donde la conocí.

Esa ciudad gitana que, como escribí párrafos atrás, conservó un aire muy suyo hasta hace relativamente pocos años es ahora una urbe vigorosa que acuna todos las venturas y los males propios de cualquier otra similar en estos tiempos que corren.


Semanas atrás gocé de esa ciudad. Desde el balcón del apartamento de mis anfitriones los ojos se me llenaron de esos juegos geométricos de acero y cristal que ahora la recubren. No dejé de reír ante el sarcasmo de la valla que invita a vivir en medio de la cacareada jungla de cemento. Pero también me llené de sorpresas cuando vi copos del verde larense que se asomaban tercos en los sitios menos esperados.


Así son los larenses: en lo más inhóspito hacen retoñar los asombros en el que recorre estos espacios, para plantarle las ganas infinitas de siempre volver…

© Alfredo Cedeño
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