sábado, diciembre 17, 2011

LA PAPA


– Abuelo, ¿qué es la papa?
– ¿La papa?, Hijo… me la pones un poquito difícil… pero según tengo entendido la papa es Dios que se hizo comida para ayudar a una gente que estaba pasando hambre. Eso lo hizo para que todas estas montañas que eran de pura piedra se pusieran a hacer murallas y la tierra quedara solita y ellas salieran redonditas unas, aplastadas otras, con forma de corazón unas y a veces hasta con la forma de las nubes donde Él se acuesta a dormir para vigilarnos y cuidarnos.
– Así como se mete usted en el chinchorro abuelo?
– Más o menos así, Jorge.
– Ahhhhh, ¿y así como te suena a ti la barriga cuando empiezas a mecerte, es que le suena a Él para que salgan los truenos?
– Mire muchacho, quédese quieto, que de eso no es de lo que estamos hablando.
– ¿No? Pero es que usted me dijo abuelito…
– Todavía no he alcanzado a poder decirle nada porque usted no me deja hablar, si pareces una lanzadera de preguntas…
– ¿Nada? Pero ya me dijo que la papa es como la ostia, porque Papá Dios se hizo comida.
– ¡Bendito sea Dios! Yo no te dije eso muchacho, ¿de dónde sacas tanta cosa?
– Abuelo eso me lo dijo usted mismo.
– ¡Me vas a volver loco!, hazme el favor y siquiera cállate un ratico para ver si es que por fin puedo explicarte.
– ¿Así como te dice mi abuela que te quedes tú cuando le vas a explicar por qué estabas bebiendo miche?
– ¿Usted como que quiere que yo regale la yegua esa que le tengo guardada allá en el corral?
– ¿Usted como que se volvió loco mi abuelo?
– Entonces punto en boca y déjeme echarle el cuento de cómo fue que Papá Dios hizo la papa. Resulta que en una tierra que está de aquí muy lejos, muy lejos, muy lejos, había una gente que estaba pasando mucho trabajo y aguantando mucha hambre, porque otros que eran enemigos de ellos no les dejaban que sembraran maíz, ni que recogieran yuca, ni que comieran nada de nada. Esa gente se fue poniendo flaquita, flaca que daba lástima de verlos.
– ¿Así como Chucho el Jumí?
– Ya le dije que mantuviera la boca cerrada y las orejas de burro esas abiertas para que pueda entender. Y deje de estarme saboteando el cuento que ya tengo comprador de la yegua.
– ¡Callado estoy!
– ¿Por dónde era que iba?
– No puedo decir nada porque usted me dijo que me quedara mudo.
– ¡Menos mal! Ya me acordé. La cosa es que esa gente estaba pasando mucha hambre y necesidad, porque esos enemigos de ellos eran gente maluca de verdad. Una tarde, así como a esta hora que tenemos ahorita, Dios se le apareció a un grupo de ellos que estaban sacando unas raíces de bejucos para sancocharlas y poder comer algo. No les dijo ni quien era, ni nada, y se arrancó, sin que ellos se dieran cuenta, un pedacito del corazón y se los dio diciéndole al que era más viejo de ellos, al señor Alejandro: “Ustedes saben que Dios nunca abandona a nadie, siembren esto y después vuelvan a sembrar lo que recojan que ya verán como con esas matas que van a salir ustedes volverán a comer”. Apenas les entregó aquello desapareció. La señora Isabel, que era una de las mas cascarrabias del grupo, decía: “Aquí lo que pasó es que el hambre nos tiene viendo lo que no es, ahora si es verdad que llegamos al llevadero, de esta no salimos ni que la montaña se vuelva cazabe…”. Pero se devolvieron y llegaron a sus casitas y al día siguiente don Alejo, se fue a un enorme terreno que tenían al lado afuera del caserío. Pero había mucha piedra y no encontraba donde sembrarla, así que empezó a apartarlas y a ponerlas a un lado, hasta que hizo un barbecho pequeñito y de pura tierra negra, donde enterró lo que aquel señor les había entregado el día antes. Al día siguiente cuando fue encontró que en el barbecho había un montón de piedras de distintas formas, muy parecidas a lo que le habían entregado dos días antes. Entonces se devolvió y fue a buscar a los demás hombres del pueblo y les enseñó lo que había pasado.
– Don Alejandro, ¿qué es esto? –le preguntó Pedro-.
– Estoy lo mismo que usted, pero lo que me dijo ese señor es que siguiéramos sembrando y yo solo no puedo seguir quitando piedra, por eso es que quiero que entre todos limpiemos y sembremos estas otras.
– Y de inmediato empezaron a sacar todas las piedras y a ponerlas por la orilla del terreno, así fue como los andinos aprendimos a hacer todas esas murallas que ves por todo esto.
– ¡Abuelo y eso era a pura mano!
– Exactamente así era, mi muchacho, y esa gente se fajaron a darle, hasta que recogieron todo el pedregullero y después empezaron a sembrar las semillas esas.
– ¿Y los enemigos de ellos?
– Esos seguían jorobando la paciencia, pero las maticas empezaron a crecer y crecer, hasta que un día, cuando ya estaban así como de este alto por mi rodilla, florearon todas. Y los enemigos de ellos cuando vieron eso vinieron y con unos machetes enormes, de esos de matar cunaguaros, las trozaron todas, todas, todas, no dejaron una sola. Ellos se habían tenido que ir a esconder en la montaña y cuando regresaron encontraron el desastre y se sentaron muertos de la tristeza sobre una de las murallas a ver aquello. Cuando estaban ahí ¡Se les volvió a aparecer el viejito! “No se preocupen, que ellos lo que hicieron fue hacerle el trabajo”, y se agachó y metió la mano en la tierra y les enseñó el montón de papas. Los enemigos no sabían que la papa para recogerla hay que cortar la mata primero. Y así fue como ellos recogieron y fueron cocinando sus papas y fueron agarrando fuerzas. Hasta que una noche los malos vinieron a querer rematarlos pero como ellos se habían ido poniendo fuertes, pudieron acabarlos y más nunca tuvieron que seguir aguantando que ellos los siguieran molestando cada vez que les daba la gana.
– ¡Abuelo! Pero qué fino ese cuento.

© Alfredo Cedeño

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