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miércoles, septiembre 12, 2018

UNIDAD DE TROYA

 
             
                En cada cumpleaños que celebro, y ya son 62, doy gracias infinitas a Dios por el padre que tuve. Él fue una de las personas más joviales que recuerdo durante mi niñez, de una agudeza extrema y no escasa sensibilidad. Ejercía su paternidad con particular dedicación y amor, nunca tuve dudas de que él estaba ahí para mí en el momento que fuera. También poseía unos altísimos niveles de exigencia, y no había nada que lo molestara más que cualquier irregularidad que quebrantara la confianza que había otorgado. Era inflexible en sus condiciones, los acuerdos eran palabras sagradas; no había forma ni manera de que aceptara a quienes habían malogrado algún tipo de convenio.  De él me quedó grabado a fuego: "El que no respeta su propia palabra, ¿cómo va a respetar la ajena?" No puedo dejar de presumir del papá que tuve, nunca he dejado de lamentar que se fuera cuando yo apenas había cumplido veinte años.
                No ceso de evocarlo en estos días cuando tanto se habla de unidad para salir de la peste roja que por veinte inacabables años nos ha ahogado. Hay de todo en medio de tales predicadores del necesario esfuerzo ecuménico que exige el momento. Por supuesto que hay muchos bagres disfrazados de guabinas, pero también hay muchos, muchísimos, que por lo visto serán enterrados en urna blanca, de ese calibre es su inocencia…
                No son pocos los que me echan en cara mi dureza en el trato a los representantes de la "dirigencia" democrática, que sin empacho ni rubor han capitulado sin condición alguna y entregado  fuerzas y bagaje al enemigo, para luego exigir ser los conductores de las nada fáciles peleas que son necesarias en el país.
                No me cansaré de repetir que no podemos callar cómplices ante los enemigos endógenos. ¿Hasta cuándo la hipócrita alcahuetería de que solo del enemigo es que se señalan los defectos? De no ser por lo grave del momento que vivimos serían risibles las argumentaciones esgrimidas. Razones fatuas para justificar lo que no hay cómo explicar. Razonamientos de sibilina factura son lanzados al ruedo con el desparpajo de un alcahuete apadrinado. El juego de partición de los pecios de lo que ha sobrevivido de Venezuela parece ser una escena de película marginal, un grupo de bien vestidos  tahúres se reparten lo que aún queda.
                De mi padre aprendí que los valores, esa ahora anciana y descontinuada palabra, era parte esencial de la vida. Él me enseñó que los compromisos se adquirían para honrarlos y que en vez de andar mal acompañado no había nada mejor que estar solo. ¿Unidad con una ristra de malandrines bien hablados y vestidos de seda? Como malandros siguen actuando y como tales se quedan, serán paladines de la unidad hasta tener en sus manos las ubres del Estado y habremos salido de la sartén para caer en la candela. Ante eso no nos podemos callar y seguiremos exigiendo decencia.
 
© Alfredo Cedeño

jueves, noviembre 08, 2012

HISTORIA DE UN SEÑOR QUE APRENDIÓ A SER PAPÁ

Para Alfredo Rafael
-Felo-, mi maestro particular.



          Una tarde tu mamá llegó corriendo y con calor diciendo:
- Alfredo me va a crecer la barriga...
- Ya lo sabes, no comas más como una vaca.
Ella me vio no como la madre de un ternero sino como el padre: igualita a un toro.  Después me dijo:
- Ya que vas a tener un hijo mira a ver si terminas de ponerte serio.
Y así fue como empecé a aprender a ganarme el derecho a que me digas papá.

           Al comienzo me dio mucho miedo y después me fui alegrando como se ponen los pájaros cuando andan comiendo fruticas por la montaña. Y la panza de tu mamá se fue poniendo más y más y más grande, parecía un globo de esos que se usan para volar.  Pero… teníamos un problema: tú creías que la barrigota era una pelota, y no te dabas cuenta que estabas adentro, y dabas patadas y patadas y patadas. ¡Ah!, cuando íbamos donde un medico que revisaba a ver como estabas creciendo te quedabas calladito como un viejito mala mañoso, pero el corazón te denunciaba y se oía corriendo como un caballito loco que se había perdido entre las nubes.
          Papá se volvió loco, más de lo que siempre ha sido, y empezó a celebrar que tu venías y agarró la lipa de tu mamá para tocar tambor y jugar contigo. Te hablaba y tú pateabas, daba palmadas por donde te movías y pateabas, te ponía música y pateabas. Y mamá se desesperaba porque tú pateabas,  y te estirabas, y ella se ahogaba.
          Nunca supe como hizo el tiempo para pasar como los cohetes: volando. Y un lunes el doctor nos dijo que ya estabas muy grandote y que la barriga de tu mamá ya no se podía seguir estirando y que había que sacarte.  Así fue como el viernes 8 de noviembre mamá y papá se fueron muy temprano a la clínica y a las diez de la mañana tú saliste a conocer el mundo.
Desde entonces, hoy cumplo dieciséis años con la felicidad a cuestas.  ¿Cómo no darte las gracias por haberme enseñado a ser papá?

© Alfredo Cedeño

sábado, julio 21, 2012

HIJO



Muchacho
eres
la luz
el sol
y la sal
de mi vida.
Eres
el pasto
la vida
y el agua
de mis días.
Eres
la magia
el vértigo
y la claridad
de mis noches

© Alfredo Cedeño

martes, mayo 29, 2012

RESCATE


Con mimo, astucia  y zalemas
dijo quererlo hasta el delirio
y por ello lo celaba de su hijo
y hasta de las fotos que se hacían…
él con paternidad torpe asintió.
Ahora que a ella se le pasó el capricho
es su hijo quien lo quiere
sin aspavientos ni espejismos
y recoge su abandono…
con ternura filial que lo avergüenza.

© Alfredo Cedeño

domingo, marzo 25, 2012

FELO





Yo soy un privilegiado. He vivido momentos terribles, amargos, desoladores, pero esos han sido los menos. He vivido una larga cadena de momentos felices que superan sobradamente los nombrados anteriormente. De esos momentos buenos, el mejor siempre fue, ha sido y será, el que me tocó el 8 de noviembre de 1996. Ese día nació mi hijo Alfredo Rafael, Felo.



A mi padre siempre le oí decir: “Sabrás para qué has nacido el día que te nazca un hijo”. A los cuarenta años, recién cumplidos en aquellos días, entendí en toda su dimensión el aserto que, casi como un mantra, había oído tantas veces al viejo.




No les voy a dar la lata, porque ciertamente me convertiría en un papá majadero e insoportable, escribiéndoles las mil y una cosas que aprendí al lado de lo que al comienzo fue una entrañable pelota de carne gimiente. Siempre digo que crecimos juntos: él cumpliendo su ciclo natural, yo tratando de aprender a ser padre. Sigo preguntándome si lo he hecho bien, y no lo sé, decidí que tampoco quiero saberlo. He tratado de darle lo mejor de mí y de disfrutarlo al máximo. Tampoco ha sido fácil, porque esa maldición-bendición que es mi vocación de servicio y literaria, más de una vez me ha hecho pecar de injusto con él exigiéndole demasiado.





En todo caso su irreverencia se conserva, sus ojos no dejan de buscar con la misma frescura que recuerdo han tenido siempre. Muy temprano comenzó a retozar con las imágenes. Ahora, que ya es adolescente, también se dedica a jugar con la palabra y esta semana me sacudió como sólo me había pasado el ya mencionado 8 de noviembre cuando me entregó estas líneas que ahora comparto orgulloso, necio y feliz:



“Con una habilidad envidiable para cualquier barbero
y una rapidez tan fluida como para impresionar a maratonistas
me alisté decidido a emprender mi rumbo:
salí a la sala con mis zapatos anchos, resaltantes,
claramente notables fuera del uniforme,
casi a punto de salir me volteé para despedirme
y al terminar el giro, ahí estaba él
un progenitor perdonado por el tiempo, que había pasado con suavidad,
con su pelo de enredaderas blancas grisáceas
con sus travesuras de la niñez reflejadas en los ojos
y alguna que otra competencia de quinceañeros en sus oídos.
Con sus facturas cobradas por antiguos vicios inofensivos
olvidados, pero presentes.
Mi padre, que más que una figura o un ejemplo
o una persona más de confianza
es un hombre sin adjetivos calificativos
admirable, radiante y trepidante.”



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