sábado, febrero 04, 2012

EL COMENSAL


Todos los días, faltando diez minutos para que sea mediodía, él entra con gesto cansado, pero de paso lento y atildado. Da los buenos días con voz firme y gruesa, se nota la impostación al hacerlo. Su ropa raída se ve limpia. Sus movimientos llevan siempre el mismo compás, es un guión que repite exactamente igual cada día, salvo los domingos que es libre para todos. Camina hasta la esquina izquierda donde Pepe le aguarda ya con su pedido en la mano.

–Buen día caballero –dice el recién llegado– ¿sería usted tan amable de regalarme un mondadientes?
–Por supuesto que si señor –responde el hombre de chaleco negro, papada pronunciada, bigotes descuidados y con innegable acento asturiano, mientras extiende su mano derecha– acá tiene su pedido.

Pepe aún recuerda la primera vez que le vio entrar. Joder, que ya son doce años en el mismo plan. Le ví entrar, como si fuera ahora mismo, con ese paso que ni el Gary Cooper en sus buenos tiempos cuando escondía en el armario el mariconazo, y enrumbarse hacia mí. Venía con una ropa que estaba igual de destejida como la que carga hoy, pero he de reconocer que el majo gastaba ese mismo plante que porta hoy, y me soltó las mismas palabras. Yo me quedé papando moscas y sin atinar a decirle nada. El muy cabrón me vio como que me hacía un favor y me repitió:
–Caballero, es que acaso usted no puede tener la delicadeza de obsequiarme lo que le solicité?
¡Con aquel tono que ya hubiera querido tener Juan Legido! Ahí fue que reaccioné:
–¿Mondadientes?
–Si, caballero, ¿acaso no sabe usted lo que es?
–¡Hala cabrón! ¿Cómo crees que no voy a saber lo que es un puñetero palillo?
–Disculpe, estimado, pero esas son palabras que mucho me cuido de repetir, no me va a negar usted que eso de palillo suena de manera poco elegante y escasa dignidad; en cambio oiga bien, escúcheme pronunciar mondadientes, ¿no se da cuenta que tiene una alcurnia que se le siente de sólo pronunciarla?
–Mira cantalamañana aquí tienes tu mondadientes o tu palillo o lo que coñas se te antoje, pero sigue andando que ya empieza a llegar la gente y no me vas a tener aquí contemplándote el hocico. ¡Ni que fueras Alejandro Casona!
–Que en realidad se llamaba Alejandro Rodríguez Álvarez –me contestó el muy bellaco y ahí si que me quedé con la quijada de corbata. Él estiró su mano, lo agarró, hizo una leve inclinación de cabeza, me dio los buenos días, me deseó buen apetito, se lo puso entre los labios, dio media vuelta y salió de lo más orondo. Y así ha hecho siempre desde aquel día. De no ser que Ángulo me mandaba por peteneras a Santander, desde cuando me le hubiera ido detrás, para ver qué cojones hace en lo que sale de aquí, pero es que llega y se va justo en lo que más gente nos llega.

Él sale del restaurante y se detiene brevemente a un lado de la puerta y mueve de una a otra comisura el trocito de madera. Espera hasta ver que ha habido más de un transeúnte que lo ha visto. Luego echa a andar calle abajo y lo bota en una cesta herrumbrosa del aseo municipal. El vendedor de periódicos lo oye murmurar:

–¡Ay Timoteo Rico, hoy tampoco conseguiste nada que echarle a la panza! ¿Y ahora?

© Alfredo Cedeño

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