sábado, enero 14, 2012
EL PERRO MULA
Usted no me lo está preguntando, pero eso fue de aquí, del centro de la barriga que yo sentí que me salía ese suspiro del puro susto, perdone la palabra, pero no era miedo, era cagao que estaba cuando yo sentí por aquí atrás de esta tapia los pasos de esa mula. ¿Qué cómo supe que era una mula? ¡Y era marrona! porque cada vez que afincaba los cascos le sonaban los sacos de plata que llevaba en la enjalma. Uno en estos campos reconoce hasta los peos que se echan los sapos, ¿cómo cree usted que no iba a saber reconocer esas pisadas?
La mirada se aguza y escarba el cielo buscando unos argumentos que sus ojos bizcos no alcanzan a enfocar con nitidez, pero cada vez que Pepe cuenta, todos callamos.
Además, que eso era noche negrita como culo de caldero, no se veía uno ni las manos, y aquellos cascos repicando por el camino, y yo más me cagaba, pero más ganas me atacaban de ir a ver, porque uno nunca sabe si es que Dios se antojó de mandarle la buena suerte a uno en una de esas, porque eso si tiene él, que aprieta pero no desnuca y hay que mantenerse con las pepas de ojo bien pendientes y poder ver; la vaina es que ¿cómo iba a ver con semejante oscurana?, y, encima de todo aquello me acuerdo que las pilas de la linterna se habían acabao, y los fósforos no sabía donde los había puesto.
Cuando estoy en aquella enorme angustia veo que se prende una lucecita aquí en los bajos de la puerta, verdecita como un retoño, ¡y se me ilumina la mente! ¡Un cocuyo!, resulta que si tú agarras uno y lo soplas por el frente ese bichito se vuelve como loco y alguna vaina hace, será que pide socorro, porque al poquito empiezan a llegar más. ¿Qué había pensado yo? ¡Fácil! Hacer una linterna con ellos, y así fue. Eso fue que llené un botellón y cuando no pude meter más los eché aquí en este saco, fíjese que eché tantos que por eso es que está así roto, lo esfondaron de tantos que había, pero antes que eso aconteciera, salí con mi pimpina-linterna, y en lo que me asomé a esa esquina de este lado, ¡qué mula un carajo! Era el jilacho perro ese que tenía cogido el hocico en una bacinilla vieja que la abuela Rosario había dejado por allá arriba y él se había puesto a olisquear.
De la tristeza tan grande que me dio le di una tunda e palos y se lo dije: Esto es por estarme haciendo creer que por fin iba a ser una gente con bastante cobres que gastar. ¡Eso no se hace!
© Alfredo Cedeño
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1 comentario:
Pobre pero, mi Alfredito.
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